Mientras la sinfonía hacía su particular eco en el teatro, miles de sombras permanecían calladas y atentas al espectáculo representado ante ellas. Silencioso, solo la música penetraba a través de sus cabezas, que se desvanecían como un mar a través de la potente luz del foco.

La figura del director era la única tangible, y se alzaba alta y majestuosa entre todos los puntos de la sala, proclamando a través de sus gestos las memorias de un artista que renacía una y otra vez bajo el grueso de la orquesta.

Yo podía percibir desde el otro lado del escenario miles de ojos clavados ante la nada, esperando la respuesta que todos creían conocer: la cadencia cerrada por los aplausos que acompaña al cese de una vida en lo que dura un crepúsculo. Pero fue entonces, al aproximarse la obra al precipicio alto y vacío del cuarto movimiento cuando el director, cual capitán de un barco tocado, fue cesando en el batir de sus dedos, apagando así lo que una vez fue llama, y que ahora daba paso a un silencio que hubiera querido se prolongase eternamente.

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