¡Estoy harto de esta angustia! No sé si podré salir de aquí después de tanto tiempo encerrado. He perdido la esperanza de que me saquen cuerdo.
Estoy sentado en una esquina de un viejo ascensor, totalmente a oscuras. Grabo mis pensamientos en voz alta para poder mitigar mi miedo y a la vez, atrapar el chorro de emociones que fluyen en mi interior, como una cascada de lava ácida.
Ha pasado una eternidad, tal vez dos. Lo desconozco.
Odio este pavor. Como el miedo al vacío que siente el debutante a equilibrista cuando mira al suelo. Es el compañero invisible que está sentado a mi lado y que es capaz de susurrarme una idea y la contraria, dejándome solo ante mi propio conflicto.
Divago. Lo siento. Y es difícil entender el punto en el que me encuentro si no aclaro antes cómo se originó todo.
Me llamo Raúl Cardona. Soy un publicista de relativo éxito.
Hoy había quedado con un importante empresario para ultimar un contrato publicitario que podría darme el reconocimiento, la fama y, ¿por qué no reconocerlo? la pasta que necesito.
La reunión era en este maldito edificio, hace… ¿Ya qué importa eso?
¡Un momento! ¡Oigo ruidos!
¡Hola! ¿Hay alguien? ¡Estoy encerrado en el ascensor!
Nada.
¡Providencia, 331! ¡Maldita ironía! ¿Dónde entra aquí la providencia?
La cita era a las 10:30 de la mañana con el jefe de Industrias Anolbos. ¡Era el contrato de mi vida!
Seguí todas las indicaciones que él me dio, pero no me advirtió que no cogiera este viejo y destartalado ascensor.
¡Nadie me avisó! ¿Tenía elección? ¡Desde luego que no! Son diez pisos, ¡por el amor de Dios! ¿A nadie le sorprende que el ascensor no funcione? ¿Solo yo tenía que cogerlo esta mañana?
Cuando apreté el número 10 del ascensor, supe que este trasto me estaba esperando. Se aseguró de que me tenía a su merced, como la araña a su presa. Subió un par de pisos, tres a lo sumo. Hizo un ruido tosco y se quedó trabado. Antes de que yo pudiera hacer nada, se apagó la luz. Toqué a tientas los botones pero estos no respondían. Me quedé completamente a oscuras, a solas con mis pensamientos de plomo umbrío.
¿Es así la muerte? ¿La nada más absoluta? Creo que no. Sigo respirando, aunque ¿eso es lo que marca la diferencia entre estar vivo y muerto? ¿Poder respirar? ¿Cómo reconocer a la muerte si nunca la he vivido?
¡Desvarío!
¿De qué me sirve todo conocimiento acumulado? ¿De qué me sirve ser buena persona o mala si igualmente me encuentro perdido en la nada? Es una nada reducida al tamaño de mis miedos.
Creo firmemente en que cada uno se labra su propio destino, y que fuera de esto no existe nada más. Nada.
Necesito poder explicar racionalmente el qué y cómo de mi entorno. Es el arma que empleo para combatir a mi enemigo mortal: la duda.
No pensaba admitir un solo gramo de fe en mi vida. Esta funciona como un cajón de sastre para el niño que le tiene miedo a la oscuridad.
¿Y si me pusiera a rezar? ¿Qué sentido tiene? Si ha sido obra de Dios ¿Qué sentido tiene rogarle al que ha provocado esta situación? Por el contrario, si no ha sido Él ¿qué sentido tiene pedir intercesión para algo que no controla?
¡No! ¡Soy un ser racional! ¡Piensa, Raúl! ¡Plantéate preguntas! ¿Cómo salgo de esta? Pero si no depende de mí… ¿O sí?
¿Y si comienzo a hacer ruido? ¿Me socorrerán?
¿Cuál es mi destino? ¿Queme rescaten o que no lo hagan? ¿Es por tanto mi destino quedar atrapado en este ascensor? ¿Dónde está aquí el libre albedrío? Puedo comprender que exista si hubiéramos quedado en el segundo piso. Podría haber subido por las escaleras. Pero, ¿en el décimo? ¡Maldita sea! ¡Solo existía una forma para llegar ahí, y era cogiendo este ascensor!
¿Qué broma es esta?
¿Y si mi destino no era obtener ese contrato? ¿Y si mi destino era quedarme en este ascensor? Pero, ¿para qué? ¿Para enfrentarme a la nada? ¿O a mí mismo? ¿Al silencio? ¿A los ruidos de mi mente? ¿A mi soledad?
Si ahora muero aquí encerrado, ¿qué sentido habrá tenido mi vida? Y si me sacan de aquí, ¿tiene que tener un sentido? ¿Un propósito? ¿Por qué?
¿Solo me pregunto cosas porque contemplo la posibilidad de mi fin? ¿Soy capaz de contestarme a mí mismo? No. Mi razón sabe menos que yo. Incluso tiene más miedo. Es como una dualidad. Mi mente, con sus miedos y la mediocridad del que teme crecer por un lado, y yo, como observador de mi propia experiencia vital por otro. Pero, ¡qué tontería! Los dos moriremos igualmente.
Me da miedo no tener ninguna certeza. Vivo o muerto, da igual. Teorizar es solo un consuelo pobre y vano de no tener ninguna respuesta sobre qué hago yo aquí, sobre lo que soy, sobre quién soy en verdad.
¡Toma distancia, Raúl! ¡Observa!
¿Cómo aceptar este silencio?
¿Y si me callo? ¿Y si me abandono a este vacío?
¡Sí! ¡Eso voy a hacer! ¡Me quedaré en silencio y observaré a la nada!
Tal vez esa sea la única certeza que tengo. Enfrentarme al vacío, y hacerlo en su propio campo de juego: Aquí.
Cualquier otra forma de actuar me hará daño. Alimentará mi miedo y no me hará sentir mejor conmigo mismo. De eso va todo ¿no? Vivir con uno mismo, ir más allá del rol que creo debo interpretar como Raúl Cardona.
Me callaré. Dejaré de patalear.
Silencio.
¡Un momento! ¡Oigo voces! Acaban de dar la luz. ¡El ascensor está bajando!
Me acaba de rescatar el portero. Me equivoqué de portal. Estoy en Providencia, 333.
No me importa. La nada tenía una lección para mí dentro de este ascensor. La temí, la observé, le di la vuelta como un calcetín y comprendí que la nada no es vacío, es plenitud. El resto solo es el ruido de mi mente.
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