César apenas tiene fuerzas para cumplir su promesa pero sería incapaz de defraudar a Elena. Había sido su secretario desde que ella le eligió en una entrevista, entre gente mucho más cualificada. Hace ya más de veinte años su complicidad y empatía fue mutua. Pronto se convirtió en su amigo y confidente.
Abraza la foto elegida para presidir el acto, que acaba de recoger. En ella, Elena sentada en su silla de ruedas, toma el sol de la tarde con la mirada perdida, quien sabe si en un punto fijo o en un mundo paralelo que le reporta más alegría a sus últimos días. Su rostro conserva una serena belleza resquicio de años de gloria, que la vida y sus achaques no han conseguido arrebatarle. Sus ojos inalterables de azul intenso, años atrás embravecidos, enamorados, alegres e inquietos, acabaron siendo un remanso de paz profundo reflejo claro de una vida plena.
Hace sólo unos meses se agravaron sus problemas de salud. Personal médico especializado se ocupó de darle todos los cuidados, que su debilitado cuerpo necesitaba, pero fueron incapaces de poder alimentar su alma cansada.
Mientras coloca sobre el atril su imagen, repasa en su mente, lo que entre lágrimas escribió para ella. El corazón le late fuerte y le flaquean un poco las piernas.
A las cinco en punto de la tarde, junto a un féretro rodeado de flores frescas y ante una Iglesia repleta; con la voz a punto de quebrarse, pero con una disposición plena, se dirigió a los presentes para recordar a Elena.
- Hola a todos y gracias por acompañarnos hoy. Si me permitís quiero dirigirme a ella:
Yo tu fiel escudero, tu chico para todo, como a veces con cariño me llamabas, sé que muchos conocen tu historia a través de los periódicos. Tu relevancia en el mundo de las letras plasmada en numerosos éxitos literarios. Tu dedicación y apoyo a todo tipo de causas benéficas en favor de los más necesitados. Todo lo que dejaste que el resto de los mortales conociera, pero son mil historias las que componen el puzle de tu vida.
La verdadera Elena fue una niña feliz, que aprendió demasiado pronto que el mundo puede hacerse añicos en un instante. Que las cicatrices del corazón son imborrables, y que no hay que sumar años a la vida, sino vida a esos años. Por eso vivías aprovechando cada minuto, disfrutando de las pequeñas grandes cosas que te hacían feliz, como tomar un café viendo amanecer, leer un buen libro o fumar un cigarrillo a medias.
Sé que aún conservas cuadernos de papel cuadriculado y páginas amarillentas por el paso del tiempo, con tus primeros pensamientos; buscándole un sentido a tu existencia a la muerte y a la vida.
Intuitiva y casi profética muchos de tus pronósticos se cumplían; pitonisa sabia, a veces bromeando te llamaba, aunque te enfadaras igual que cuando te llamaba brujilla.
De letras puras como te gustaba calificarte, estudiaste latín y griego, lengua y literatura, filosofía, historia y arte, enriqueciendo tu mente con los conocimientos que tantos sabios pensadores trasmitieron, a través de sus trabajos y de los tiempos.
Siempre respetuosa con el pensar y sentir ajeno hiciste tuyo sólo aquello que creíste correcto. Separando entre tanto conocimiento, tu propio entendimiento, forjando así los cimientos de tu vida.
Libre pensadora y amante del estudio, pese a tu exquisita educación amplia y variada, siempre consideraste que sabías sólo un poco de mucho y mucho de nada; pero fingías ignorarme, cuando yo te llamaba “maestra de liendres”, que de todo sabe y que de nada entiende.
A lo largo de tu existencia te relacionaste con todas las clases sociales, a las que bajo ningún concepto rendiste pleitesía. Pensabas que si todos nacemos desnudos y partimos ligeros de equipaje, no ha de ser la muerte quién nos iguale, sino la propia vida.
La emoción y la curiosidad te embargaban cuando conocías a alguien nuevo, te mantenías expectante. Defendías como certeza que las relaciones entre seres vivos, se nutren de una retroalimentación mutua, positiva o negativa, según elección nuestra.
La ayuda que de forma desinteresada prestabas a gente anónima, carente de innecesario agradecimiento ni reconocimiento alguno, revertía en ti en una gran satisfacción personal inmediata.
Tus fuertes creencias religiosas te ayudaron a vivir la vida y a aceptar la propia muerte, con esperanza y sin miedo, con tu eterna sonrisa imbatible al desaliento.
Pese a tu aparente fragilidad fuiste una de las personas más fuertes que he tenido el privilegio de conocer. Usaste siempre la palabra como hilo conductor de resolución de conflictos. Creíste que cada problema tenía una solución factible y que la hora de enfrentarlo era en el momento en que se presentaba, ni antes, ni después.
Podría decirte muchas cosas más pero seguro que ya desde donde estés, estás poniendo caras raras, así que para que conste, que sepas que en mi caso, dejaste más de lo que llevaste.
Y como fue tu deseo, me despido en tu nombre de los aquí presentes con un
“ hasta que volvamos a encontrarnos”.
Terminada la homilía César siguiendo fielmente las instrucciones recibidas, custodió en la más estricta intimidad el cuerpo de su amiga.
El sitio elegido para su inhumación, fue el panteón hasta el que tantas veces la había acompañado y donde por fin descansa junto a su familia.
Quizás ella ahora haya encontrado ya, la respuesta que tanto había buscado.
¿ Por qué aquel fatídico día, ellos murieron y ella vivió?
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