Caía, caía… Se columpiaba con la brisa, se balanceaba en un vaivén involuntario. Cada vez estaba más cerca de aquella mancha cromática, verde, marrón, gris…
«¡Oh, apartaos compañeras! ¡Haced sitio! ¡Cuidado que vamos a chocar! Desviemos nuestra trayectoria o dejaremos de existir y, por nuestra propia imprudencia, perderemos nuestra singularidad. Aunque unidas constituyamos un solo grupo, no es lo mismo, ya no seremos nosotras, sino un cúmulo de agua. Nosotras, las gotas de lluvia licuadas, formaríamos un gran charco».
Por fin pudo apartarse del grupo y siguió balanceándose, pero no a su conveniencia. Era la brisa quien la movía, el aire tibio quien la desplazaba. «¡Uf!» se lamentó. No pudo evitarlo y chocó. Tropezó contra algo que no tenía color. Era transparente y brillante, aunque no tenía luz. Sin proponérselo, se quedó ahí parada, retenida, enganchada…
Otras, no tuvieron tanta suerte, cayeron y se desparramaron. Algunas de sus compañeras, no muchas, también habían tropezado con aquel muro. Atrapadas en aquella barrera, deberían luchar e intentar permanecer allí, de lo contrario, solo quedaba la otra opción; dejarse llevar, ceder a la gravedad, a la atracción de la tierra. Se irían trasladando, irremediablemente, de arriba hacia abajo y descenderían en un viaje sin control. Lamentablemente, desaparecería su identidad y formarían parte de una concentración de gotas. ¡Se licuarían!, aquella posibilidad la estremeció. Después, formarían una charca y finalmente, un cenagal al unirse con el polvo, la arena o la hierba.
Y allí estaba ella, recién creada por el vapor del agua de aquella esponjosa nube. Tan joven e inexperta, formando parte de un grupo de élite, el de las gotas de agua que pueden tener una larga vida, ¿o no? «¡Por supuesto!» Se dijo a si misma animándose y observando a sus compañeras que, al igual que ella, se habían aferrado al incoloro dique que les frenó la caída al abismo.
Durante un buen rato vio como la mayoría de sus flamantes compañeras pasaban junto a ella y seguían bajando y bajando, otras, las menos, se quedaban a su lado aferradas al pulido cristal de una ventana. Poco a poco se fue relajando el furor del chaparrón, quedando transformado en un ligero chubasco y lentamente en una suave llovizna. Ella seguía allí, impertérrita. Había elegido el lugar o quizás no, que más daba, se sentía en un sosegado estado y con una pereza placentera. Estaba segura de que a su lado otras tantas compartían su mismo ánimo y disposición de serenidad. Habían recorrido tantos kilómetros en tan poco tiempo que bien les venía un descanso.
Y le dio por cavilar. «¿Qué pasaría con las más temerarias?», estaba segura de que alcanzarían su meta. Algunas se unirían a las aguas de los ríos. Muchas reemprenderían el viaje incrementando el caudal del rio, serian arrastradas por barrancos y aumentarían las reservas de pantanos y embalses. Otras tantas, se infiltrarían a través del suelo y formarían corrientes subterráneas que también abastecerían a los acuíferos y pozos naturales. Un buen grupo acabarían desembocando en el mar y de nuevo se volverían vapor y, en la transformación, se elevarían al cielo para formar otra nueva, esponjosa y delicada, nube. También sabía, que no pocas, serían absorbidas por las plantas y muchas más, desvanecidas, perecerían sin remedio. Pero «¿Cuántas formarían parte de algún charco? ¿Cuántas se evaporarían antes de llegar a la superficie de la tierra por acción del calor? ¿Cuántas?…»
Se riñó a sí misma, pero «¿A dónde le iban a llevar sus cavilaciones?» No, aquello que pensaba no le gustaba, ella tenía la posibilidad de formar parte de la última porción del proceso. «¡Me evaporaré!» Se sobresaltó y tembló, ¿o fue el viento que la movió? Intentó deslizarse por el cristal de la ventana que ahora no le parecía tan acogedor como hacía unos instantes, le fue imposible. Sus acompañantes sumidas en una languidez pétrea, estaban allí, junto a ella formaban un mosaico de gotas redondas, simétricas. Sopesó la posibilidad de unirse a ellas y abandonarse a su destino o por el contrario intentar escurrirse y escaparse.
¡Plic! ¡Plic!, sus compañeras iban resbalando hasta el borde e irremediablemente estaban cayendo sobre el alfeizar de la ventana, ella, asustada por el posible desastre, se mantenía fuertemente sujeta al vidrio para evitar el catastrófico final. Se propuso tranquilizarse, era mejor no preocuparse, aprovechar el tiempo y ocuparse en buscar una solución y no perderlo en vanas lamentaciones y quejas sin sentido. Aquello era algo transcendental, de suma importancia, era un grave problema, pero debía luchar por evitar lo peor. Su existencia estaba en juego.
«Apretarme, oprimirme, presionarme fuertemente al cristal», se repetía, pero debía evitar que la presión fuera demasiado enérgica. No estaba dispuesta a reventar y esparcir su querido cuerpo por el vidrio, ese vidrio que ahora la abrasaba. Había salido el sol.
Luchaba por refugiarse de aquella luminiscencia, el sol apretaba y notaba como poco a poco su volumen iba disminuyendo, nuevamente comprobó que sus compañeras padecían el mismo efecto. Intentó desplazarse, pero algo desconocido la sujetaba al cristal de aquella ventana. Se agitó, imprimió toda la fuerza que pudo, pero no ocurrió nada. Seguía enganchada. Pegada y evaporándose lenta e irremediablemente.
***
Una vez más limpiaron el cristal de la ventana y por enésima vez, por mucho que restregaran, aquella marca azulenca y redonda en el exterior del vidrio era imposible hacerla desaparecer.
Toda vida es efímera, es una invitación a la existencia que tiene fecha de caducidad, pero no tengamos ninguna duda de que la esencia de la presencia jamás desaparece.
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