“En mi fantasía sexual, nunca nadie me quiere por mi mente”. La frase es de la escritora y guionista Nora Ephron, pero la escribió pensando en las dos.
He cumplido cincuenta años y me doy cuenta de que he pasado la mayor parte de mi vida peleada con mi cuerpo. La batalla ha sido larga, intensa y cruenta, mitigada por algunas treguas breves e intermitentes. La primera de ellas corresponde a los años de niñez: fui una niñita hermosa, con grandes ojos castaños y pelo negro rizado y una preadolescente alta y delgada como una caña.
La primera regla coincidió con las primeras grasas, heraldos de la guerra que se avecinaba. A los quince años visité por primera vez a un médico dietista. Pasaba consulta en un piso sombrío de la plaza Hornabeque y en su bata blanca llevaba bordado su nombre en hilo azul: Dr. Del Hoyo. Este último dato tendría que haberme dado una pista acerca de dónde me metía. Calculo que he gastado unos cincuenta mil euros a lo largo de mi vida tratando de adelgazar: visitas médicas, productos dietéticos, pinchazos de Thiomucase, sesiones de LPG, presoterapia, medicamentos más o menos naturales, barritas saciantes, entrenador personal, terapia psicológica, grupos de apoyo mutuo; la lista es interminable.
La segunda tregua corresponde al embarazo de mi hijo Javier. Una tarde de febrero me paré en la farmacia de La Rambla a comprarme un test. Llevaba algunos días de retraso y los pezones me dolían de un modo extraño, intenso y delicado a la vez. Hacía años que intentaba quedarme embarazada sin éxito. Cuando el test dio positivo me sentí la mujer más feliz del mundo.
Al día siguiente me levanté pronto para mirarme al espejo y mi cuerpo me pareció bello. Las piernas eran fuertes y largas y todavía conservaba la cintura. Los pechos se habían hinchado y, en su centro, los pezones, dilatados, parecían tatuados con tinta morada. Me estiré como una gata y sonreí a mi reflejo. Pasaban las semanas y mi vientre aumentaba y se ponía duro. Paseaba por la ciudad como si fuera Venus entre la espesura. Así me sentía yo, como una diosa de la fertilidad, alguien que va dejando tras de sí un rastro de flores y frutos. Me colocaba frente a los pasos de cebra y avanzaba sin miedo, no dudaba ni por un momento que a mi paso se detendría hasta el tráfico de la mismísima Times Square. Buscaba el destello de mi silueta en los escaparates por primera vez en mi vida.
En verano, cuando ya faltaba poco para dar a luz, me ponía el bikini y me pavoneaba a la orilla del mar. No me importaba andar desnuda por casa, me ponía la ropa que me daba la gana, posaba encantada para las fotos. Fueron nueve meses de libertad absoluta.
El romance con mi cuerpo acabó pocas semanas después de parir. Siguieron años de odio intenso interrumpidos por un breve lapso de seis meses en los que conseguí adelgazar ocho kilos. Para ello, tuve que viajar seis veces a Madrid, a la consulta del médico de moda. Me gasté un pastón. Ahora bien, ahorré mucho en comida. Vivía de caldo de verduras Aneto, yogures desnatados, té verde y ensalada. Recuerdo el día en el que me puse un vaquero de la talla 42, un jersey de color añil y un cinturón trenzado que afilaba mi talle. Me miré al espejo, di media vuelta sobre las puntas de los pies y pensé que, por fin, esa era yo.
Adquirí tanta seguridad en mí misma que apenas me reconocía. Una noche me encontré en el Bar Blu con un viejo colega de trabajo, con el que había coincidido en la redacción de un periódico local. Siempre me había parecido un cretino y, de hecho, lo era. Tenía una alta opinión de sí mismo y trataba a las mujeres con displicencia.
Esa noche se situó a mi lado en la barra.
—¡Sabina Pons! Mira por dónde…
—Ah, hola —dije yo.
Me miró de arriba a abajo sin ningún disimulo.
—Oye —me dijo, bajando un poco el tono de voz— ¿Tú siempre has estado así de buena?
—¿Te gusto? —le pregunté yo, muy seria.
—Pues la verdad es que sí —reconoció él.
—Pues mira… te vas a quedar con las ganas —sentencié yo, mirándole fijamente.
Él se quedó en silencio. Mi corazón latía con fuerza, admirado ante la respuesta que mi lengua había formulado. Esperaba su reacción confiando en no desmoronarme, en sostener el personaje. Finalmente habló.
—Joder, Sabina, cómo eres —dijo y luego sonrió.
Todavía saboreo aquella victoria mientras escribo. Una sonrisa me calienta el pecho. ¡Buah! ¡Fue tan placentero! Desde entonces sé lo que siente una mujer hermosa y no creo que haya gozo intelectual que se le pueda comparar. Despertarse y ser Ava Gardner o Sofía Loren o Julia Roberts. Salir a la calle y notar cómo desaparecen los obstáculos a tu paso. Ser tan consciente de tu superioridad que no temes poner a los gilipollas en su sitio con solo una palabra. Tener el poder. No es extraño que, al envejecer, esas mujeres se beban a morro los inyectables de bótox, ¿quién podría soltar ese cetro con elegancia, sin dolor? Yo lo tuve en mi mano durante seis meses y no pasa un día sin que lo eche de menos.
Para consolarme, me preparo bocadillos de Nocilla, que bloquean el descontento durante unos minutos. Las pipas saladas de girasol funcionan también como un potente anestésico, lo mismo que la cerveza. Otros alimentos que consuelan y acunan son las galletas, la leche entera, las patatas fritas, los helados de nata y las nueces de macadamia. Adoro esta dieta con la misma intensidad con la que odio mi cuerpo.
Tras mi ventana, el sol se oculta en la falda del monte Galatzó. Hoy es noche de Reyes. Si alguien pudiera dejarme en el balcón, junto al cuenco de agua y el plato de arroz, un poquito de amor hacia mí misma…
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