El poeta, la vista fija en el pantalla del ordenador, siente como un extraño puntito negro se mueve lento más allá de la perspectiva rectangular y altera sus dictados de melancolías intratables en forma de versos que lanza sobre un nuevo archivo virtual. La capacidad de abstracción se desmorona. Algo inquietante ha removido sus dominios y turba su mandato de escritor alborotado y guerrero; algo que, definitivamente, se arrastra fuera de los confines del portátil. No es más grande que la china del zapato, no es mayor que el grueso escupitajo. Y sin embargo, se desplaza, tiene vida; al menos, más de la que en ese instante está tratando de ordenar en forma de pueriles metáforas ametralladas desde el teclado. «¿Por qué me han de molestar? ¿Quién se atreve a confundir mis instantes de intervenciones cósmicas?». El poeta gira ligeramente la cabeza, varía el punto de enfoque, centra la atención sobre ese diminuto ser que ha aparecido detrás de la pantalla del ordenador y transita con pesadez y alevosía sobre la mesa. Es un monstruo. Es ¡El Monstruo! ¡Tres centímetros de Ogro y Leviatán! Tres partes inconfundibles: cabeza, tórax y abdomen. Y dos alas. Y seis patas. «¿Cómo es posible? ¿Cómo con este severo invierno? ¿Cómo en esta mi casa sellada con ventanas y puertas de abeto?». Sin embargo, el poeta se abstrae del momento y recuerda instantes lejanos de pánico y tormento, como aquel verano en el que caminando sobre un tejado pisó un panal del que emergieron kamikazes rojos y amarillos que lo fusilaron a pinchazos, siete u ocho al menos, mientras la única salida era lanzarse con urgencia a un vacío de más de tres metros (y suelo de baldosas cerámicas) o descender con cuidado por la escalera metálica. Descendió, claro. Con cuidado, por supuesto. Y llorando. Y acarreando las puyas del odio animal. O como aquella otra vez en la que uno de aquellos monstruos se introdujo en el casco de ciclista para inocularle un veneno que se trasladó al umbral de su ojo izquierdo dejando una hinchazón de campeón de boxeo. Odió al animal, no tanto por el dolor y la deformación (¡qué bravura y leyenda en los golpes recibidos!) como por el posterior pinchazo de la enfermera a lomos de las nalgas para prevenir posibles alergias. Aguja casi tocando hueso. Eso, sí que dolió.
El poeta ahora piensa en qué hacer. Toda revelación tiene su canto lírico, toda iluminación su transmutación elegante, y esta es una de esas ocasiones en las que dejarse llevar por la imaginación rutilante; además, no le gusta matar animales, no le gusta ultrajar seres naturales. Si puede no pisa la hormiga, si puede no rueda sobre lombrices otoñales de carreteras y campos, si puede deja vivir en paz y no altera eso, su centro de Gravedad Permanente, que le permite la escritura. Si puede, claro. «¿Qué haces fuera de tu escondite? ¿Qué puedo hacer contigo ahora? No dejaré que te escapes, no. Menudo susto. Pareces vieja y moribunda. ¿Agonizas? ¿Acaso deseas el acabamiento, la extinción? ¿Necesitas una mano amiga? ¿Pagarás por los pecados de tus compañeras?». Más a la derecha, y también sobre la mesa, el rollo blanco de cocina aguarda tieso su instante. «Aplastar, no reventar». Un plomazo de celulosa blanca cae sobre el bicho insolente. Toma un trozo de papel para acarrear el cadáver en un pequeño traslado funerario de tapa abierta y sin embargo, las alas aún zumban, los patas golpean el aire. Un último vuelo al agua de la taza del inodoro. El poeta observa: «¿Aún te mueves? ¿Aún sabes nadar?». Pulsa la descarga de agua y vuelve a la mesa de trabajo. «¿Qué podía hacer contigo? Ya ni te odio ni admiro, pero no eras conveniente ni lógica. Te creía muerta tras el rollazo».
Cinco minutos más tarde: «¡Papá, hay una avispa en el water!». El poeta se levanta de la silla y entra al cuarto de baño para pulsar el botón de descarga por segunda vez. El bicho, de nuevo, no es absorbido por el flujo de agua revuelta. Ahí continúa el insecto. Trata de sobrevivir, incluso se mueve. «¿Salvarte? Ni de coña. ¿Cómo puedes respirar después de estas marejadas?». Aprieta el pulsador una tercera vez y retorna despreocupado a la mesa.
Cinco minutos pasan y la avispa aún revolotea en la cabeza del poeta. Niega su capacidad de abstracción frente al portátil. Duda y se flagela con la culpa. De repente, un suspiro electrizante, un ligero vuelco al corazón. El poeta se levanta de la silla y camina con sigilo hasta el cuarto de baño. Desea ver y no ver. «¡No es posible, no!». Pero lo sabe, está seguro. Enciende la luz, la tapa está levantada. Remontando por el mármol blanco, cansina: la vida persistente, la indispensable obstinación, el origen de las especies, el asombroso ADN, la sensibilidad y el entendimiento, el desmoronamiento del principio de causalidad, la no supremacía de la razón y, …y la odiosa venganza, la postrera agonía (¿un cuarto vuelo al pulsador?) y, …uno debe hacerse amigo del horror.
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