El transcurso irrelevante

El transcurso irrelevante

Era un día cualquiera en una ciudad cualquiera. Federico Pinto se subió en la penúltima estación y su pensamiento le hizo un gesto como quien tiene treinta y una al mus. Habían estado caminando separados un rato y no se habían dicho nada hasta ahora. El tranvía estaba tan lleno que perdía pasajeros cual bolsa de pipas mal cerrada. Aún así el vehículo aceleró como si no hubiera ocaso contradiciendo las leyes del sentido común y de la fricción.

—¿Te has leído el libro que te recomendé? No me lo digas. Ya lo sé. Otra vez has estado procrastinando. Eres un vago. Sólo los grandes pensadores llegan lejos. Ya lo decía Descartes, dos cosas contribuyen a avanzar: ir más deprisa que los otros o ir por el buen camino. Tú, Federico, si no haces ni lo uno ni lo otro, serás un mediocre ad nauseam.

Federico sólo quería comer pipas animado por la comparación de antes. Escuchar a su pensamiento mentando en latín y pronunciando la palabra dekagt le aturdía más que el traqueteo del tranvía y en ese momento creyó que podía saltar por la ventanilla, resultar ileso y librarse de responder. Sin embargo dijo:

—Yo no quiero avanzar, ¿sabes cuál es mi filosofía? Transcurrir. Yo transcurro. Tú lo único que haces es enredar… Además, sí que me he leído el dichoso libro.

Estas palabras llenaban la boca de Federico de autosuficiencia y la vaciaban de saliva, pero ambos procesos se vieron interrumpidos por una estrepitosa sacudida y el señor bajito vestido de verde que estaba al lado salió despedido del vagón sin parecer afectado.

—¿Sí? ¿Te lo has leído?

Federico se miraba los dientes en el retrovisor delantero mientras retiraba una brizna de lechuga con el meñique. Su mirada coincidió con la del conductor un instante y ninguna conclusión se pudo sacar de este suceso.

—Bueno sí, me he leído las tapas y el lomo. ¿Cómo se llamaba? Eres Granjero… me das un libro para plantar tu huerto. Antes prefiero leerme los ingredientes del atún con tomate.

La sensación de estar en posesión de la razón dio paso a la duda de si su última frase era realmente necesaria.

—Federico, eres un borrico.

—Estaba siendo irónico. Sí, Camus, El extranjero, muy bonito. Lost in translation. No comprende.

Un niño con el dedo en la nariz les miraba embobado. Federico tenía un aspecto lamentable. Si su pelo fuera una fregona habría que tirarla. Pasaron unos segundos en los que nadie se hizo caso y su pensamiento prosiguió:

—Vale, búrlate. Mira, olvida el libro, pero haz algo. Tienes el precipicio detrás y nos vas a hacer caer a los dos, y no vale improvisar cualquier cosa, ya se sabe que la maniobra es imprudente si de popa es la corriente.

Federico se preguntó qué demonios tenía que ver su destino con el refranero marino y al no hallar respuesta se imaginó que el tranvía descarrilaba y que rescataba a una señora entre las llamas. Más tarde le buscarían para agradecerle su heroicidad pero él se habría retirado en mitad de la noche a la azotea más alta de la ciudad, donde respiraría agotado por subir escaleras.

—Me dan miedo las alturas…

Su pensamiento, que conocía a Federico desde que eran críos, supo el origen de esta digresión y quiso ofrecerle algo esclarecedor:

—No ser amados es una simple desventura, la verdadera desgracia es no amar.

—Acabo de acordarme de un sueño, alguien me daba fruta o algo de comer, después de un rato me daba cuenta de que estaba todo lleno de gusanos —dijo Federico con la mirada perdida.

—Los sueños, sueños son.

—No me importaba demasiado, seguía comiendo y trataba de averiguar a qué se parecía el sabor.

—Un hombre tiene que tener siempre el nivel de la dignidad por encima del nivel del miedo.

—¿Querrá decir que me espera algo malo?

—El futuro tiene muchos nombres. Para los débiles es lo inalcanzable. Para los temerosos, lo desconocido. Para los valientes es la oportunidad.

Federico volvió en sí.

—Hay quien define el futuro de manera menos poética.

El mugriento altavoz incrustado sobre la puerta quiso participar en la conversación y definió el futuro con voz de rejilla:

—Próxima estación, Justicia. Final de trayecto.

Un hombre quiso rascarse el brazo sin éxito, unas gafas empañadas impedían ver al que las llevaba, alguien cruzó el dedo gordo del pie sobre el contiguo. Federico comprendió que esta cadena de acontecimientos no significaba absolutamente nada y se bajó del tranvía con una pierna dormida. Antes de doblar la esquina su alma le saludó como si le conociera de toda la vida.

—Has estado pensando de nuevo, te lo veo en la cara. Te diré algo. Pensar es más interesante que saber, pero menos interesante que mirar.

Y llenó de pinturas las retinas de Federico Pinto.

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