Jorge acostumbraba sentarse en la plaza y despotricar contra el mundo, empinándose una botella de vino barato cada tanto. Otrora, tuvo un gusto fino para los tragos, hasta que empezó a priorizar la cantidad antes que la calidad. Desde su banca, disparaba discursos a un público tan borracho como él. Al decir «su banca» hago bien, pues allí estaban sus cartones, que le servían de muros, y las frazadas que lo envolvían cuando caía la noche. Era su espacio.
Cuando estaba sobrio era un hombre silencioso, meditabundo y sufrido, aunque en realidad casi siempre andaba ebrio hasta los pelos. En ese estado se convertía en un hombre reflexivo, sensible y en un ocurrente expositor, que siempre dejaba a sus compañeros de botella con la boca abierta, aunque si somos honestos, hay que decir que el alcohol hacía entender a todos algo diferente. El caso es que, con vino en la sangre, discutía de guerras, de política, de religión, de ciencia y de amores, de amores y de más amores. También a veces disertaba sobre conspiraciones alienígenas, terremotos submarinos, de hijos negros con padres blancos y otros temas que solo se le ocurrirían a un borracho, siempre haciendo gala de esa pintoresca elocuencia que provoca el exceso de licor en la cabeza y la falta de comida en el estómago. En el grupo le decían «el Gardel», porque el vino los había convencido de que aquel nombre pertenecía a un gran pensador griego. Sin importar cuál fuera el tema de debate del momento, siempre llegaba a la misma conclusión: «la vida es fugaz y cruel, y la muerte nunca llega cuando se le necesita». Por lo general, al terminar sus tan acostumbrados discursos, algunos ya dormían, y los que no, tomaban su ubicación de inmediato, pero esa noche era víspera de Navidad; eso siempre traía consigo recuerdos felices, que suelen ser los más dolorosos. De manera espontánea nació un abrazo grupal, y al verse envuelto entre sus amigos llorosos y mal olientes, sintió gratitud de tenerlos cerca y entre lágrimas los abrazó con fuerza.
Carmen, desde el balcón de su departamento, quemaba sus horas de insomnio recordando y exponiendo su mente a toda clase de torturas y divagaciones. Desde la prematura muerte de su marido, hacía ya cinco años, sentía que su existencia se había apagado. Era consciente de que se había vuelto una mujer amargada y que las personas la evitaban. Sentía que su dolor era algo que tenía que alimentar y no superar. La soledad hacía mella no solo en su casa (aquella destinada a los hijos que no alcanzaron a tener) sino en su vida entera. Para huir un poco de ella, se había inscrito en un grupo de beneficencia y al día siguiente serviría en un comedor de ayuda social. Se sentía egoísta al hacerlo, porque no la movía el altruismo, sino su deseo de mantener la mente ocupada el día de Navidad, que en otros años fuera su época favorita, pero que ahora no era más que un mar de tormentos y sueños frustrados en su cabeza.
Jorge entró al comedor lo más presentable que pudo (se alisó un poco los pelos con la mano). Sentía que nadie de los presentes lo miraba con rechazo, pero sabía que si alguien lo hacía, era justificado. Se avergonzaba, por lo que se ubicó en un rincón. La comida caliente que le sirvieron era un manjar inmerecido para su estómago. Al terminar se quedó observando a la gente. Parecía que todos tenían a alguien con quién compartir. Él también los tuvo; esposa e hijos, pero los despreocupó tanto en su afán por crecer en lo laboral, que ya habían pasado tres días cuando se enteró de que su esposa lo había abandonado (aunque en realidad era ella la abandonada). Una voz lo sacó de sus pensamientos.
—¿Por qué estás aquí?—quien le hablaba era la única mujer que parecía no relacionarse con el resto. Se había dedicado a servir sin siquiera cruzar palabras con sus compañeros de labores.
—Todos los años me invitan y siempre acepto. Es mi buena obra navideña: dejo que alivien sus conciencias conmigo, y de paso me lleno la tripa—Carmen no pudo evitar reír, cosa que no hacía muy frecuentemente.
—Pues yo no estoy acá por problemas de conciencia.
—¿Entonces qué? ¿Amas al prójimo? ¿Vas a darle un abrazo a este viejo hediondo?—Ambos rieron nuevamente. Ella notó que posiblemente él fuera más joven; se veía deteriorado, pero lo atribuía al alcoholismo más que a la edad.
—No, no, no. Tal vez lo haría si hubiera hecho algo muy, muy malo.
—Entonces ¿qué haces aquí sola?
—Soy viuda.
—Yo soy beodo, un placer conocerla—dijo en tono de broma—aunque mis amigos me dicen Gardel.
Carmen se sentía extrañamente complacida. Solía decirle a todos que era viuda, porque le gustaba sufrir la lástima de los demás, pero él no parecía sentir compasión. «Claro, si está en peores condiciones que yo»
Jorge hizo gala de su talento y no dejó pasar la oportunidad para contar a la desdichada mujer sus profundas teorías, y entretanto, animarla un poco; vivía las desdichas en carne propia y se propuso hacer con ella lo que le hubiera gustado que hicieran con él. Carmen abandonó totalmente sus funciones y se entregó a las ocurrencias del Gardel.
—La vida es dulce cuando se sonríe. Ya lo había olvidado—concluyó ella.
—¿Quién mejor para hacer reír que los que lloran?—respondió él.
—¿Sabes que necesitas un baño?
—Sí. No hay muchas duchas en la plaza—dijo sonriente, aunque avergonzado.
—Aprendí algo de tu palabrería. Quiero oportunidades para mí, pero nunca se las doy a los demás. Quiero darte una. Ven a mi casa, usa mi ducha, ponte un traje y cena conmigo.
—Acepto feliz y prometo no beber alcohol—dijo, y sintió, después de muchos años, que la vida parecía menos cruel; hasta podría querer vivirla…
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