Lloviznaba en el cruce de Zurita y la Fe. Era ese momento mágico de las noches legendarias, algún punto entre la medianoche y las seis de la mañana. Ese espacio es lo más parecido que he experimentado nunca a poder detener el tiempo. Algunas de las noches de leyenda más memorables que puedo recordar han estado marcadas por libros, ésta sin duda quedó enmarcada en la categoría, «noches en las que apareció un libro», aunque no fuera lo único determinante que apareció, sin duda «el famoso libro», (como fue bautizado por el portero de La Huelga según Illán; periodista de profesión y por lo tanto una fuente nada confiable en caso de embriaguez, como era el exacerbado caso de aquella noche).
Fui yo quién lo encontró, o él quien me encontró a mi. Estábamos apoyados entre los coches, mientras bebíamos cerveza de la que nos surtían los inmigrantes, que aquella noche, como muchas otras, trataban de ganarse el pan lo mejor que podían. Haber tenido amigos con verdadera conciencia de clase es horrible, siempre te asalta esa maldita voz, me parecía injusto que usemos Lavapiés, al que decimos querer tanto, como vertedero de nuestras necesidades más primarias. Pero en pocos lugares como en Lavapiés, me he sentido tan libre.
El libro estaba apoyado, de pie, en clara postura de provocación. Tengo ese síndrome de McFly, en el que difícilmente me resisto a una provocación. Me abalancé sobre él, leí la portada, y justamente al husmearlo me dí cuenta que alguien había dejado allí una auténtica bomba de relojería. Juan se acercó conmigo y nos pusimos a hablar sobre el inglés, su dominio y su práctica empresarial. En un momento en el que se abrío una pausa sobre la interesante (aunque un poco ramplona) lengua anglosajona, le destapé a Juan la liebre de mi descubrimiento.
Hace años conocí, e incluso participé, del movimiento Bookcrossing, algo muy de principios de los dosmiles, que eran como una especie noventas pero sin gracia ninguna, como gastando un milenarismo ya caducado. Ese fenómeno de soltar un libro en un lugar aleatorio, funcionó en tanto en cuanto todavía quedaba alguien que leía, ahora que las pantallas se lo han tragado todo ya nada más leemos comentarios del Youtube.
Juan, al ver de qué se trataba el libro, me miró con incredulidad, sorpresa, e incluso yo diría que su lenguaje no verbal, (que recordemos dicen que es el 80 % de la comunicación o más) mostró signos de incomodidad con el hallazgo. ¿De dónde has sacado eso? Me preguntó. No recuerdo muy bien cómo llegamos al plenario que estaba en el mismo cruce que antes mencionaba. Nuestro destino era La Huelga, pero todavía estábamos en asamblea, y ya se sabe que los procesos asamblearios, por su propia naturaleza, son complejos. Aunque nuestra asamblea no era tipo 15 M, nosotros nos habíamos curtido en los movimientos sociales de Bilbao y teníamos un toque más obrerometalúrgico. De hecho, aquella noche había mayoría asturiano-avilesina en la reunión, por lo que todo tenía ese toque gris plomizo de los soportales astures.
Hasta la aparición del libro, podríamos decir, y ya que soy yo el narrador lo diré, que el bombazo de la noche había sido, (en la puerta La Revuelta) el título de “A la izquierda de la amante” como futuro proyecto de composición del extraordinario músico que nos acompañaba aquellas horas. El método por el que habíamos llegado a semejante hito de la genialidad contenía en su receta algunos ingredientes muy importantes de raíz, que el navarro que ejercía como tal, en la congregación, había introducido desde temprano durante las primeras hostilidades de la conversación.
Nada de aquella noche pudiera tildarse de convencional. Quizás estaba yo muy ebrio, pero dos burgalesas se estuvieron quejando del frío de Madrid sobre la acera de Argumosa, y la verdad me pareció un hecho atípico, pero sin duda, fue muy bonito volver a poder conversar con gente de Castilla, que al final, son los que verdaderamente saben de la Edad Media.
Mientras que “A la izquierda de la amante”, injustamente o no, fue tachada de antiespañola, se perfilaba como la gran vencedora de la noche. Sin embargo, la aparición del libro vino a opacar un tanto su relevancia histórica. Creo sinceramente, que hubo algo de revancha subconsciente en lo que pasó a continuación, pero no daremos cuenta del psicoanálisis hoy. Todo esto, aunque no constituyó ni mucho menos el climax de la noche, si supuso un importante punto de inflexión.
Como dos ejecutores, dos asesinos a punto de cometer un crimen, dos terroristas a punto de volar La Moncloa, no sé quién de los dos lo propuso, pero Lutxo y yo, los dos dispusimos quemar el libro en plena calle. Yo lo sostuve y Lutxo acercó la llama del Clipper desde abajo. Pese al considerable grosor de aquel volumen, en unos pocos segundos, las llamas comenzaron a coger una fuerza destructora considerable. Como yo sostenía al sentenciado, en un momento dado, me arrepentí, no supe ser verdugo y lo solté a la calle mojada, que rápidamente contuvo aquel incendio de marcado corte antisemita.
Un profundo sentimiento de culpa nos invadió. Lo que vino después fue lo más parecido que he conocido nunca a crear una religión. Nos arrepentimos, y de aquella culpa nació la más hermosa de las creencias, apoyada en la urgencia de las pocas horas que nos quedaban juntos. Predicamos, fuimos injuriados y perseguidos lo que nos quedó de aquel pedazo de historia. Entre las páginas quemadas encontramos sabiduría, conciencia y eterna gratitud por una amistad tan verdadera como era la nuestra. Finalmente fuimos a La Huelga, y allí no vacilamos en extender nuestro nuevo credo entre infieles y devotos de la noche. Nos detuvimos frente a un poster de Ho Chi Minn. Cantamos, bebimos y rezamos en un acto de descarnada comunión. Ya nunca más podríamos ser Concejales de cultura del Ayuntamiento de Madrid.
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