El hombre que fue pero que nunca existió

El hombre que fue pero que nunca existió

Christian Iraola

25/01/2019

Las figuras parecían de pronto difuminarse, amagaban algún regreso de su extravío e intentaban retomar el diálogo que sostenía Demóstenes… Consigo mismo. El fondo era totalmente de un naranja encendido con fugaces rayos incandescentes. Demóstenes evitaba cerrar con fuerza sus párpados ya que aquella acción interrumpía los movimientos que realizaban aquellos personajes. Una imagen de cabeza de reptil parecía responderle la última pregunta de mala gana, aquel espectro etéreo de color oscuro reprobaba el hecho de que Demóstenes aún no sepa que quería de la vida a estas alturas… ¡De la Vida!

Llevaba ya buenos minutos tumbado boca arriba sobre la arena caliente, Amaranta, su nieta, le había untado un potente bloqueador en todo el cuerpo y observaba reflexiva a su abuelo. Demóstenes sentía el abrasante calor sobre su pecho y sobre sus débiles muslos pero sus expresiones tendían a denotar introspección, nada de fastidio, ningún asomo de gozo, extraña expresión. Su rostro se contorsionaba aunque ciertamente sus párpados parecían fijos en los contornos. Decidió terminar unilateralmente la conversación con el malgeniado reptil y abrió los ojos para enfrentarlos contra el sol. Sacudía los párpados como alas de mariposa para luego cerrarlos con fuerza, acentuando las arrugas de la frente y mejillas, asemejando el rostro a un fruto seco curtido al aire. El truco era ir relajando el ajuste de los párpados hasta llegar a la tonalidad naranja requerida, pronto fue apareciendo el vapor negro planeando posibles nuevos aspectos, se recordaba asimismo buscando formas en juguetonas nubes durante su niñez en las montañas cuando aún iba por buen camino. La humareda se definió finalmente, moldeándose gracias a un forjador invisible, templándose sin acciones termodinámicas. Entusiasmado aún, Demóstenes charlaba ahora con un humanoide mitad ave al parecer más amigable y receptivo.

Demóstenes perdió por un momento el interés de la conversación, aquel tema que perseguía con sigilo y vehemencia pasaba a un segundo plano al apreciarse repentinamente la silueta tan bien conceptuada. Decidió contemplar la belleza de la imagen, la frescura contagiante de aquella figura que parecía entenderlo y enternecerse en su condición. Quizá algunas conclusiones desprendidas a partir de sus inquietudes saltaban pomposas al saber interpretar el esplendor, descubrir la gracia y admirarla con estilo, como cuando era niño.

Amaranta advirtió el ceño fruncido de su abuelo y avizoraba esas expresiones que su abuelo gesticulaba a menudo, aquellas muecas que no recordaba en él, aquel respetado financista que supo siempre llevar todo bajo control, aquel orgulloso hombre trabajador que supo amasar una mediana fortuna pensando en el bien de los suyos, Amaranta no terminaba de comprender qué sucedía exactamente y la situación empezaba a inquietarla. Los ademanes de Demóstenes empezaron luego de los análisis confirmando lo avanzada de su enfermedad, Amaranta los interpretaba como… bueno, eso era justamente lo que la inquietaba… No tenían interpretación. Los pensamientos que su abuelo exteriorizaba involuntariamente aparecían traviesos sin ningún manual de traducción.

Amaranta interrogó a su abuelo ni bien advirtió aquellas expresiones pero las respuestas parecían abrumarla, como si fueran vertidas por un hombre sabio y necesitara que alguien pueda transcribirle aquellas frases. Demóstenes nunca fue un erudito en nada que no fueran los números, Amaranta andaba desconcertada con los repentinos pensamientos de su abuelo luego de sus momentos de abstracción, decidió no preguntar más e indagar con la observación. Intentaba recrear sobre su rostro los mismos gestos y ademanes, incluso con algunos espasmos con las manos haciendo pensar en una conversación anatómicamente insana pero coordinada a la vez.

Demóstenes interactuaba con aquellas siluetas gaseosas a un ritmo más frenético a medida que sentía la proximidad de su muerte, aunque él ya no le llamaba muerte, sus preguntas emprendían una profundidad vertiginosa ahora y las respuestas brotaban conciliadoras. El humanoide ofrecía efervescente ternura al cubrir las interrogantes del abuelo de Amaranta como una untada de manteca cubre la textura del pan caliente. Demóstenes exhaló aprensión y el Hombre-Ave empezó a mutar, ¿qué figura se acercará a conversar ahora?, el marco naranja se mostraba en todo su esplendor y mientras la nueva nubosidad negra brotaba desde un costado el anciano procesaba los nuevos conocimientos quizá con algo de desazón, entendible desazón por cierto.

«A estas alturas de la vida»… se permitió quebrar el protocolo de sus charlas internas y repitió aquella frase en voz alta hasta que sintió una lágrima recorriendo su sien izquierda en dirección a su oreja. Se incorporó a la vez que abría los ojos. Pensó en su nieta mientras secaba la lágrima y el sudor de su frente. Amaranta se aproximó a él como siempre y se sentó a su costado, callada, pensativa, con todo ese gesto indagador tan encantador que afloraba con frecuencia desde aquellos últimos meses. Las figuras oscuras pueden esperar. -Pensó.

Quedaron juntos, observando el mar, sentados cada uno de la manera más apacible, no hubo palabras, no hubo arrepentimiento ni cuestionamientos, la sencillez y la belleza los abrazaron cuando las primeras ráfagas de viento empezaron a sacudirles los cabellos. Demóstenes aspiró profundamente la brisa, había entendido desde hace mucho que no fue el hombre que vino a ser, porque no somos la civilización que debimos ser, había evolucionado espiritualmente sus experiencias, volviéndolas a vivir en su interior con sabiduría y recreó enteramente su alma. Los dos corazones empezaron a latir sincronizadamente, abuelo y nieta sonrieron a la vez mientras su esencia mortal entendía el por qué las palabras salían sobrando.

En cada suspiro Demóstenes advertía la verdadera belleza en acciones habituales que su conciencia mortal había pasado por alto durante toda su vida, concluyó que sólo transitó por la vida sin haber comprendido el real y verdadero propósito. Pese a su nuevo estado de conciencia se mordió el labio inferior para no soltar un sollozo. Una nueva figura acudió a su socorro pero no recordaba haber cerrado los ojos, la imagen salió de su campo visual y se colocó detrás de su oído, el susurro le acarició el espíritu y lo cubrió de regocijo.

Amaranta nunca olvidó el último gesto de su abuelo antes de morir.

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