Procedimientos de una autobiografía

Procedimientos de una autobiografía

Alfredo A. Díaz

09/01/2019

«<<Soy la herida y el puñal>>: tal es nuestro absoluto, nuestra eternidad»

Emil Ciorán


¿Mi nombre dices?, pues mi nombre, el nombre, no sirve de nada, esa cosa no soy yo ni sos vos. Nadie, ni vos ni yo lo elegimos. Y si lo hemos aceptado ha sido sin darnos cuenta que habíamos bajado la guardia un día a las cuatro de la tarde, mientras fingíamos seguir creyendo en los Reyes Magos y chupábamos una paleta helada de durazno que manchaba las nuevas zapatillas de segunda mano. Esa paleta helada que al final, después de unos quince minutos de transgresión en un sofocante día de Enero, resultaba ser solo nuestra triste mano colorada, que era lamida y relamida e incluso mordida por nuestra propia estupidez: doña codicia. Vos, al igual que yo, aunque como siempre al principio cueste creerlo, somos meras reproducciones, apariciones clavadas en la esfera, esta pedorrada, que algunos muchos filósofos y científicos llaman vida.

Ey… sí, vos sabes y yo no, ¿hace falta que diga más?, pará, no respondas, porque si la cosa se hunde o se coagula, esto no tiene chiste, como no lo tiene esta inflación que me distorsiona las posibilidades, ahora más lejanas que el ojo de Sauron para Frodo en La comunidad del anillo, de garparme el libro que debí haber leído hace años, o de saldar los tres, ¡que digo tres!, los cuatro meses de alquiler que debo, cuyo único aspecto positivo es el estímulo que me da para escribir todos los días mientras escucho hablar imbecilidades burguesas a la pareja que vive sobre nosotros, que nunca saldrá de la comarca, porque una de dos, o no tienen huevos o les pesan mucho. Pero vaya uno a saber, pará, ¿qué significa saber?, ¿para qué miércoles queremos saber?, ¿quiénes saben?, ¿qué cosa distinta sabe el tipo que habla desde el escenario mientras ocho chicas altas y flaquísimas ponen carita de bellezas que se le pasó el tren por mal tiempo?, ¿saber es la mágica utilidad que nos separa de todos aquellos de los cuales queremos estar desentendidos de por vida (inmigrantes), por los siglos de los siglos, hasta que un cáncer derivado de alimentos transgénicos nos acabe en los mejores o peores años de este porno y hambriento siglo XXI?

Por alguna razón, esquizofrénica quizá, se me viene a la cabeza una imagen: Luis Alberto Spinetta sentado en el suelo, está en una plaza, en el pecho tiene un cartelito que le cuelga del cuello: “Hoy todos somos docentes”; Spinetta mete, tuerce hacia dentro los pies, como antes yo trataba de imitar imaginariamente, los extraños y lánguidos pasos de Cerati en aquella noche primaveral de 1997, cuando Soda Stereo daba su último concierto en un caliente y vomitivo estadio River Plate. Esa noche tenía cinco años y, seguramente, como lo manda la normatividad del tiempo occidentalizado, dormía, no sé muy bien dónde, pero de seguro dormía, y soñaba con naves espaciales y planetas Tierra totalmente abstractos y muy distintos a mi planeta: mundo de techos de chapa con agujeritos de luz y filtraciones, televisor blanco y negro de veinte pulgadas con solo tres canales de aire —en pleno año dos mil, mientras EE.UU y sus perros aliados lanzaban en Irak misiles dirigidos por GPS—, de ausencias de cenas, de frutas, y exceso de mate cocido, incluso, cuando volvía sediento y muerto de calor después de un partidito de fútbol en el que no había tocado ni siquiera una vez la pelota trucha que cada dos días había que parchar, y claro, a qué boludos se les ocurre hacer una canchita debajo de un espinoso vinal.

Con mucha menos frecuencia, esos sueños, continúan.

Me pregunto qué comentaría sobre ellos, en un trozo de papel higiénico, con una birome made in argentina, Philip K. Dick, si aún siguiera con vida y estuviera fumando, ahora mismo —mientras vos y yo leemos esto: algunos prestan atención, el otro poco piensa en sexo— el último comercializable cigarrillo de la humanidad, entretanto escuchamos esta música que hace que todas y todos parezcan un culo. «Pero un culo lindo», me dirá algún mudo. Parafraseando al alcalde Diamante de Springfield, respondo: no me jodas, porque todos los culos se parecen, y aquí no importa si es o no es un replicante beatiful, aquí, lo que importa, es una tortilla caliente cubierta de dulce leche y las patas arribas de un brasero en una fría siesta de www.santiago-del-estero.desidia-periferia-chetos.com. Este link es cosa de mis amigos y yo, mejor dicho, de mis dos únicos amigos que siguen y a la vez no siguen siendo los mismos que conocí en las galerías de la Escuela Secundaria Los Quiroga. Por aquellos días, sus techos estaban cubiertos de tejas coloniales que me parecían bonitas y también peligrosas, sobre todo aquella vez que Emita subió, aún no sé por dónde, a bajar una oscura y verde pelota de tenis que un brazo femenino aventó a la gloria, y de paso, de puro metido, comenzó a tirar desde el tejado todas las otras pelotitas atrapadas en el tiempo. Claro, como siempre suele pasar, el héroe petizo, usamico, de aquella siesta, fue llevado a la rectoría, digamos, de una oreja, como el mejor personaje que Stanley Kubrick no alcanzó a confeccionar. A la vuelta llegó con cinco amonestaciones y una sonrisa de tremenda satisfacción que fue —por algunas semanas— una envidia grata de llevar y de sufrir.

Mis amigos y yo nos refugiamos, claro, si es que podemos, en los absurdos propios de nuestra etapa depresiva y sin sentido aparente, porque de alguna manera, queremos seguir jugando a que no tenemos responsabilidades, que podemos aprender a tocar la viola como John Lennon, y lo más importante, componer como John Lennon. Pero no, no es así. Nuestro arte es tan extraño como las cero posibilidades de triunfar frente a un gran público de gente joven que piensa que tanto ellos como nosotros percibimos inmortalidad.

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