Recuerdos perdidos

Recuerdos perdidos

Tus recuerdos ya no lo son de momentos que viviste, ni de aquellas cosas de las que fuiste dueño; solo son recuerdos de aquellos recuerdos. Después de tantos años en tu celda solitaria las memorias aparecen inciertas, imágenes desvalidas de hechos que ya no estás seguro de que te hayan pasado a vos.

Aunque no lo notabas, en el lejano pasado la libertad te fabricaba todos los días los recuerdos que llegaron con vos a esta celda; primero se fueron amontonando en un rincón, luego reduciendo y perdiendo color hasta quedar chatos, mezclados, imprecisos, ajenos. Después no pudiste crear ninguno nuevo, porque acá no hay momentos ni cosas que los generen; acá cada día es igual al de ayer, y éste al de su ayer.

Tal vez tu último recuerdo auténtico sea el de la lejana primera noche de soledad en la celda. Sentado en el borde del camastro te sentías abrumado, te preguntabas con asombro: ¿qué hago acá?, ¿esto me está pasando a mí?, ¿hasta cuándo? Y en medio de la negación del hecho inevitable llegó el segundo día, y luego el tercero, y los demás… todos iguales entre sí.

¿Cuándo fue que te diste cuenta de que ya no serías más aquel vos complejo que fuiste y que te convertirías en este vos anodino para siempre? ¡Para siempre! Fue ayer, o fue hace mil años. Ya no importa, porque desde aquel día no hubo más días.

Qué lejanos están la foto para el prontuario y el par de esposas disimuladas al abrigo de un suéter frente a las cámaras de televisión. Cuán borrosa la cara del juez que cambió tu nombre por un número. Qué habrá sido de los humildes policías que te llevaban preso a vos, al hombre poderoso que sonreía con fingida humildad para evitar que su desconcierto se multiplicara en las pantallas de los televisores (acaso tu único gesto de pudor, tardío e inútil para las sobras de una vida).

Las fiestas sin mesura y los encuentros con tus amigos de aquel que fuiste antes son recuerdos de recuerdos. Qué normal era entonces ocupar el palco del teatro, la platea del estadio, la playa privada, visitar el lugar del planeta que quisieras, o el restaurante exclusivo de aquel vos que ya no sos. Qué fácil comprar un Rolex o un Audi, qué cálida el agua de la piscina y que fresquita la copa burbujeante de Dom Perignon. Qué aduladores los hombres y qué fáciles las mujeres. Recuerdos de recuerdos. El ego inmenso del poder y la avaricia regaban tu felicidad, y por habitual la juzgabas eterna, impune; los destellos que te brindaba el hedonismo sin fin llegaron a hacerte creer que vos, y solo vos, habías emergido exitoso de la caverna de Platón; en cambio, hoy únicamente te ofrecen alimentos desabridos y albergue austero, ya no aguardás visitas que no llegarán, no te quedan cartas por contestar ni gente libre para conversar. Ya no sabés siquiera la fecha en que vivís; pero no importa ni la necesitás: la sentencia es perpetua. ¿Seguirá existiendo un mundo fuera de esta cueva?

En tu soledad, comprobaste hace ya mucho tiempo que no recordás siquiera como se llora. Tu única esperanza de cada día, aunque llueva o esté nevando, es salir presuroso al patio cuando te abren la celda por sesenta minutos. Entonces podés soñar que estás algo menos preso, que te alejás un poco del fondo más profundo y tenebroso de la caverna terminal.

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