¿Fue serendipia o la fuerza del destino que alineó a todos los planetas para que no pudiese escapar de su antojo? Tal vez nunca llegue a dar con la respuesta adecuada, pero apareció justo cuando los hilos que me sujetaban no eran más que ajados jirones abandonados a su suerte pidiendo, en su mudo lenguaje, fenecer. Mi filosofía de vida no existía, había asimilado que vivir carecía de importancia y, como un insulso pelele, me había entregado al abandono, inflando a la desidia en detrimento de mi voluntad que, sin resquicio donde poder sostenerse, se tambaleaba y zozobraba como una pequeña barca en medio de un crispado mar tratando de no desaparecer para siempre. Pero, ¿me salvó la vida o me la arruinó? Tampoco encuentro respuesta a tan sencilla, a priori, cuestión. Visto desde una perspectiva pragmática, la llegada de la muerte hubiese sido la mejor —tal vez la única— solución. Yo no pedía cambios, pero, a todas luces, los necesitaba; el ser conformista que vive en mí me mantenía relajada, pero tal estado no era suficiente para ser feliz; la vigilia me acompañó muchas noches, el trueque con los somníferos me salía infructuoso a cada intento; mi debilitada paz se esfumaba con mi sueño; se tergiversaba mi final feliz de cada día para tornarse pesaroso y aciago. Pero ella apareció y me llenó de esperanzas, de ilusiones, me ofreció un rígido y firme noray donde poder asir mi débil fortaleza que tendía al abandono; me hizo ser más astuta de lo que nunca había sido, aun así, ¿me sirvió de algo todo eso? Unas veces mi balanza se inclina hacia el sí, todas las que el no, tal vez hastiado y desesperanzado, se ausenta o no ofrece resistencia a su adversario. Y rezo cuando soy consciente de mi existencia, cuando pongo los pies sobre el suelo y puedo, aunque muy confusamente, pensar; pero no consigo musitar un Padrenuestro sin equivocarme. ¿Por qué se cruzaría en mi camino? A veces, más que como una pregunta, me lo planteo como un amargo pesar. Mi corazón latía desacorde y descompasado por mor del rechazo, fría agua que llegó lloviendo sobre mojado y que anegó mi razón de ser, dejó inservible la mecha de mi vida y aniquiló mi alegría; pero apareció ella y volvieron mis vívidas chispas, mis desaparecidas sonrisas afloraron de nuevo a mi rostro, mis énfasis se tiñeron más vistosos a cada ocasión y comenzaron a galopar a rienda suelta, sin complejo, sin pudor, aunque, ¿para qué? Ella, entre tantas cosas que veía como dádivas, me hizo olvidar mis punzantes recuerdos, me agasajó con dulces éxtasis con los que creí tocar el cielo, me hizo arrostrar con valentía mis adversidades que, curiosamente, desembocaban en ella; pero su halo era una tupida capa con la que ocultaba su verdadero ego; sus agasajos eran una vistosa y apetitosa carnada que enmascaraban un fullero anzuelo; el amor que tan altruistamente me ofrecía no era más que una sucia artimaña elaborada con años de experiencia; tonta de mí que pensé haber encontrado en ella mi tabla de salvación, la solución a mi horadado y maltratado corazón… ¡Qué ilusa! Asimismo, le di libre albedrío para que ella fuera el titiritero y pudiera manejarme como a una inerte marioneta; no encontraba una razón que obnubilara mi deseo, era lo que más necesitaba hacer y lo hice, todo por ella, para que supiera que la idolatraba, para demostrarle mi agradecimiento por haberme sacado del luengo y profundo pozo en el que me encontraba, por haberme dado los más placenteros gozos… Mi ayer, que se mostraba indeleble, había caído, por fin, en saco roto; ella, solamente ella, me había tendido su salvadora mano y, creyéndome a salvo, resurgí una y otra vez, como Ave Fénix, de mis aún templadas cenizas.

Sigo siendo nada sin ella, la necesito a cada despertar, hago sordos mis oídos a los que critican mi relación con ella, que sé que son muchos: “¡Dejar a un hombre tan bueno!”, sé que dirá algún que otro metomentodo que más bien poco o nada sabe de mí y que opina con inquina.

Esta mañana he regresado de una fatídica pesadilla y he notado su ausencia, he dado por hecho que no estaba y que, como siempre, debía ir yo en su busca, pues ella solamente vino a mí al principio de nuestra relación, cuando me pregunté por primera vez si en nuestro encuentro tuvo algo que ver la serendipia o fue el destino el que llevó a cabo su plan. Me he tenido que tragar mi orgullo, si es que me queda, y salir a por ella. Tras de mí dejo, sobre la mesilla de noche, una jeringuilla usada y con el émbolo vacío.

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