“No se dediquen a escribir. No merece la pena, todo ya está escrito.”

Esa frase resonaba en mi mente una y otra vez. Mi profesor de literatura nunca se cansó de repetirla: siempre halló la forma de hacer los cambios suficientes en su composición como para no aborrecerse de decir que, al fin y al cabo, todo estaba ya dicho.

“Hay una enorme cantidad de libros buenos que ya están escritos y por leer, con lo breve que es la vida, su ejercicio literario sería estéril.

¿Pero es que acaso uno escribe para los demás? ¿Acaso no escribimos para reconciliarnos con nuestra mortalidad?

“Si supuras, la escritura desinfecta, si te cortas, la escritura sutura.”

Esto es lo que yo escribí debajo de las advertencias de mi profesor.

¿Acaso no se es leído cuando se revisa lo que se escribió antaño? Porque os puedo asegurar que aquél no soy yo, ni nunca lo podré ser.

Escribir da cuenta del instante, es su fotografía más fiel. Cuando se escribe siempre parece escaparse algo, hay una “falta”. Pero precisamente por eso se sigue escribiendo: porque el discurso quiere atrapar lo que no está ni fuera ni dentro, lo que se quedó dentro y fuera.

Nunca estaré satisfecho. Siempre pensé, pienso y pensaré que llegará el momento en el que escriba tal y como siento. Un tiempo en el cual escribir ya se me vuelva innecesario, en el cual pueda morir en paz, sin más espinas clavadas o por clavar. Sin embargo, conforme termino aquello que estoy escribiendo me doy cuenta de que no. De que esta vez tampoco. Casi, pero no. Estuve cerca… Como tantas y tantas veces. Entonces, y solo entonces, veo claro que nunca lo conseguiré, porque no hay nada que conseguir. Me inventé una meta, un final. No obstante, todo no está no está escrito. Todo está aún por escribir.

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