Era el quinto viaje que hacía. Su nave llevaba casi doscientos días de trayecto y estaba a punto de aterrizar en Marte II. Para matar el tiempo se había leído las novelas que más le gustaban. La última era sobre una de las historias más escandalosas del siglo XX. La censura de los años treinta la había prohibido por sus pasajes de sexo explícito. El almirante Mc Dowell había vivido en el cuerpo del personaje principal, había sentido las caricias de su amante, había experimentado diversas sensaciones relacionadas con la vida de Oliver en la India y en las minas inglesas de cobre y carbón. Había, incluso, sentido las convulsiones del placer sexual al estar con Constanza. Había sido muy interesante y pensó que tal vez en uno de sus próximos viajes elegiría novelas más atrevidas como “La Venus de las pieles” , “Grushenka”, o, incluso, las del Marqués de Sade, entre otras. Sólo que no estaba del todo satisfecho porque le habían surgido unas preguntas tontas relacionadas con el placer. ¿Sentiría lo mismo el antiguo ser humano de carne y hueso y cuál era ahora el concepto del ser, la dicha y el placer?
La música de la película de Stanley Kubrick, que había activado en su oído, sonaba en su cabeza con claridad estereofónica, las ideas lo acorralaron con ese cuestionamiento de la existencia, la felicidad y el amor. ¿En qué se había convertido el hombre? ¿Seguía siendo el mismo ser? Había disfrutado del erotismo de la gran obra de D H Lawrence y, en cierto sentido había gozado sexualmente, pero su placer habían sido una serie de estímulos en el cerebro que no se podían comparar con los de un humano del siglo XX. Sabía bien que el doctor Royers había demostrado que la satisfacción sexual estimulaba algunas partes del cerebro llamadas ínsula y el núcleo estriado y que, al eyacular, esas regiones encefálicas se activaban y la persona sentía ese placer al que muchos se hacían adictos cuando el cerebro tenía cuerpo, sin embargo,ahora esa masa gris era el todo. Se mantenía en buenas condiciones por sustancias benéficas que lo conservaban fresco y sano. El hombre le había ganado la lucha a la muerte en los primeros doscientos años y el futuro sería todavía mejor. Ahora había cosas que habrían alarmado a un hombre de fines del siglo XX. Cuestiones tan simples como la felicidad que, en ese tiempo, según un gran ideólogo como Eduard Punset, se podía conseguir con tres elementos simples:
1. Tiempo para lo que realmente te gusta;
2. Gozar de una relación emocional estable y;
3. Vencer los miedos.
Hoy todo eso es absurdo porque un cerebro ya no le tiene miedo a nada, las relaciones son innecesarias y hay muchísimo tiempo para hacer lo que se desee. La felicidad ahora no depende de un deseo temporal que satisfaga un sueño fatuo. La antigua felicidad está fuera de contexto porque un ser vive y goza de todo. La nueva felicidad se puede determinar como esa necesidad de conocimiento infinita, pero ¿somos un ser feliz y qué somos ahora? Yo, por ejemplo, soy el encargado de traer cosas de la tierra. Me la paso viajando y conectado a mi equipo. Si deseo caminar e ir por la nave para revisar alguna cosa no tengo más que ensamblarme a un cuerpo robótico y caminar. No necesito dormir porque no tengo articulaciones que demanden descanso y recuperación. Las diversiones pueden ser incluso extremas, pues se puede programar la degradación de algún hemisferio y pedir que se rehabilite. Una vez pedí que me estimularan con potentes sustancias alucinógenas y la experiencia fue increíble.
Antes sufríamos por la necesidad de reproducirnos, el cuerpo nos torturaba con la testosterona y la gente tenía frustraciones sexuales porque había muchas reglas morales, éticas y económicas que formaban un insalvable muro para el individuo común. En nuestra época eso ni siquiera tiene significado. Cuestiones como la existencia de Dios o la de una fuerza suprema son incoherentes. El derecho y la sociología son útiles, pero en casos excepcionales. La humanidad se ha reducido a un depósito de unos mil centímetros cúbicos, pero gobierna el universo. Podríamos crear vida en cualquier sitio, pero no nos importa, eso es algo que le interesaba a los filántropos, ahora la razón es lo único, nuestra capacidad se amplía cada hora, podemos imaginar el pasado, crear un presente a nuestro gusto y programar el futuro. Hacemos operaciones matemáticas que ningún mortal podría hacer en tres vidas y nos tardamos sólo unos segundos. Lo que preocupaba a Moisés, Noé, Mahoma y Buda ya no es trascendental. La riqueza y el poder son absurdos porque no existe la economía. Somos colonizadores y tenemos el universo a nuestra disposición y por más avaro que fuera un gobernante jamás podría ser dueño de todo lo que hay. Cristo desapareció porque ya no está el prójimo, ya no hay pobres ni ricos, ni mejillas que ofrecer. No existe el pecado y los crímenes son osadías de mentes fuera de control, las cuales son aniquiladas de inmediato para que no den complicaciones. Cuando el hombre era animal las cosas eran otras, pero siendo materia gris pura sentimos nostalgia por esa condición antigua. Tal vez, se habría podido optar por el alargamiento de la vida regenerando el cuerpo, luchando contra las enfermedades y reestableciendo células, lo malo fue que la moda de los grandes directivos, de los hombres del poder, fue la de pasar los cerebros a la vida virtual y fue tan arrollador el deseo y tan vertiginosa la tecnología que nos hallamos en una encrucijada de la que ya no pudimos salir. Podríamos volver al cuerpo animal de antes, pero nadie lo desea. La Tierra es un sitio muy limitado y con las posibilidades que tenemos ningún loco cambiaría sus poderes por una vista defectuosa y tridimensional, por un cuerpo poco resistente al dolor y al frío y con atavíos tales como la belleza, la vanidad, la avaricia, el sexo…
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