Desde «La Cámara» de Lizcalde

Desde «La Cámara» de Lizcalde

AAristizabal

14/02/2019

Como en una de esas imágenes del mexicano Eduardo Lizcalde, y de la mano con Nicolas Malebranche, el cual don Eduardo cita allí mismo, al fin puede explicarme, valiéndome del cuerpo como si fuera un fetiche, ese atisbo de contacto con nuestras arquetípicas divinidades más íntimas ante la inminencia de la catástrofe. La visión del confinamiento auto-inflingido junto a unos desconocidos – por demás perfectamente absurdo y desarticulado en sus naturalezas, viene a expresar esa culpa que como latinos hijos de la colonia nos inculcaron desde la cuna. Ir adentro de «La Cámara» con ese destino trazado por el fado del desatino, devela una disruptiva avasallada por la impotencia en la coyuntura causada por la necesidad de reformular la proyección de la existencia, y una escisión definitiva entre las realidades vividas sobre las deseadas. El autoexilio del migrante hacia el otro lado de los «muros» políticos e ideológicos, a través de medios desesperada e irracionalmente concebibles, es manifestación de una insoportable realidad para el sujeto que lo emprende – algo como darle posibilidad de acción al eterno ¿qué sería de mí si…?-; dentro del marco de una percepción de la realidad a su vez determinada por la ineluctable voluntad de un Dios lejano e indiferente, como quizá quiso dar a entender el menor de los diez hijos de Catherine de Lauzon: toda lógica se disuelve en la voluntad divina. Vana la esperanza al pretender que la sublimación del ser se realizaría al alcanzar ese otro estado perfectamente desconocido a través del absurdo. La intangibilidad del sentimiento y la inutilidad de la conciencia sobre sí mismo refractan dentro de “La Cámara” sobre el ser en una atracción consciente hacia el cuerpo tangible, acaso como una debilidad, un vínculo irrompible e indeseable, una cadena atando la voluntad al final trágicamente irrevocable en el fenecimiento de los cuerpos ajenos. En el alma de las cosas directamente opera Dios, podría inferirse que dijo el mencionado sacerdote Nicolás. En la oscuridad y confinados, en la ausencia de luz y por ende de reflejos revelatorios de la inminencia de la divinidad, la materia de las cosas y su inconmensurablemente ciega sensualidad manifiestada en su textura, en un exacerbado e inevitable sentir de roces entre pieles y partes ajenas apretujadas en un asinado contenedor, los bordes que delimitan la sustancia inaprehensible de la razón se esfuman. Acaso un – o mejor: ‘el’ – camino de los otros a la redención del espíritu se dibuja en la vejación, la maledicencia, el golpe y el oprobio de la carne, la impudicia del asesinato y la desvergüenza en la muerte. Luego, en la fatiga y el cansancio de la propia piel expuesta a los estertores y podredumbres del cuerpo del otro muerto, la humanidad física deja de comprenderse a sí misma des-aprehendiéndose y desagregándose en una suerte de paroxismo, donde el espíritu vocifera augurios contraidictoriamente emancipantes y cautivos a través de la materia, que como carne irritada, con su atrayente y dolorosa sensualidad, incita a lo que subyace en ella: el correr de los fluidos, el arder del tuétano, el absorber de la médula y el saciar la sed: absorber al otro, por supervivencia, finalmente justifica la propia existencia. El abandono de sí mismo en la delirante vesania y la fiebre, trasciende la conciencia y se vuelve contra el origen mismo del ser, como un reflejo trastocado del impulso instintivo de la supervivencia. La negación hasta la anulación de la realidad se hace un subterfugio para intentar evadirse y sobrevivir a la realidad misma.

Una cuestión queda por dilucidar: sería Dios mismo el conductor del vehículo o el vehículo – por supuesto incluida en él «La Cámara»- en su completa extensión?

Déjenme ver…

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS