El recibimiento que tuvo al volver a su pueblo no fue como lo imaginó. A veces visualizar algo incómodo evitaba que sucediera. Tras cuatro años de ausencia, los vecinos con los que se cruzaba no mostraban mucho entusiasmo por su viaje al lejano oriente del que, en realidad, estaban al día gracias a su madre y hermanas.

La desgana que mostraban sus viejos amigos y vecinos le hacían sentirse más extranjero que cuando había estado fuera del pueblo. Algunos habían tenido hijos, otros habían cambiado de oficio, alguno había sufrido una desgracia, otro un golpe de suerte. Pero ninguno había vivido su experiencia. La mayoría no había salido de la comarca, ni la mitad había visitado una gran ciudad, apenas un puñado había visto el mar y sólo uno se había embarcado en una aventura semejante: Alejandro, el americano, también se marchó del pueblo a probar fortuna. Pero ni siquiera este colega viajero mostraba un interés real por sus vivencias orientales. Es más, aprovechaba cualquier conato de conversación para soltar una de sus historietas del nuevo mundo y convertirla en un monólogo. Al final, poco o nada le dejaba contar. Los demás apenas se remitían a un “ya nos contó tu hermana…”.

Con el paso de las semanas su rutina resultó ser la misma que habría sido si nunca se hubiera marchado. Ni siquiera le pusieron un mote nuevo como al americano. Había barajado varios: el chino, el Marco Polo, el samurái… Pero nada. Trató de reacoplarse pero no encontraba acomodo. ¿Lo tuvo alguna vez? No, nunca lo había tenido. De haberlo hecho no habría soñado cada noche y cada día desde que tenía memoria con salir de aquel pueblo, con conocer el mundo, con viajar lejos, tan lejos como se pudiera ir, allí donde nace el sol, hasta el confín oriental del globo. No habría devorado cada mapa, cada libro, cada noticia que tuviera que ver con los exóticos países llamados India, Bangladesh, Vietnam, Camboya, Surinam, Japón… No habría recorrido con la yema de los dedos las distintas rutas por las que podría llegar a su destino por tierra cruzando la vieja Europa o por mar siguiendo la costa norteafricana, atravesando las tierras de los Mogoles para luego atravesar el Himalaya o por las del antiguo Imperio Persa hasta cruzar el Indo. No habría reunido el valor suficiente para dejar a sus padres y hermanas, comenzando su viaje con lo puesto y el dinero justo para un billete de autobús a la capital.

Pero nada había ocurrido como había planeado ni mucho menos como habría deseado. Y en su regreso encontró más desacuerdo entre lo que pensaba que llegaría a ser y lo que la realidad le decía que era. Día tras día el quehacer campesino lo llevó de la mano a través de las semanas y los meses, siguiendo la senda del trabajo de una tierra que había estado esperándole pacientemente como el cauce seco que sabe que antes o después volverá a fluir el agua por él. Por las tardes y cuando la labor lo permitía, mantenía charlas en lugares comunes con los desconocidos que fueron sus vecinos y amigos a golpe de chato, a sobra de silencios, o con las extrañas que dormían en el cuarto de al lado sobre temas de utilidad doméstica, o con la que era su madre quien se remitía a tal o cual detalle de aquella carta que se suponía llegó de tal o cual país, o con su padre sobre el tiempo que quedaba para preparar la tierra, sobre el tiempo que tendrían para plantar, sobre el tiempo que necesitarían las verduras para madurar, sobre el tiempo que llevaría la cosecha, sobre el tiempo que no deberían perder en volver a empezar de nuevo… ¿Eso era todo? Podría serlo. Podría ser aceptablemente feliz allí, con los que volverían a ser los suyos. Tal vez en unos meses más, un par de años como mucho, retomara algún antiguo amorío de entre las solteras de su edad que aún quedaban en el pueblo, o tal vez conociera a alguna chica en alguno de los alrededores durante las fiestas, o llegara al pueblo la mujer de su vida. Aunque tampoco sentía la necesidad de formar su propia familia, podría vivir con sus padres, cuidarlos en su vejez y disfrutar de los sobrinos que les dieran sus hermanas. Vivir tranquilo del campo, echar un ojo de vez en cuando a sus viejos libros, tal vez escribir alguno relacionado con sus sueños, sus viajes…

Supo que nada de eso sucedería. Era su don. Nada que pudiera imaginar terminaba ocurriendo. Sólo tenía una alternativa: volver a marcharse. Esta vez no se lo pensó. Esta vez no hizo planes ni se permitió trazar ninguna ruta. Un día se despertó mientras la casa aún dormía e hizo una pequeña maleta. Durante el desayuno se despidió sin más. Sus hermanas se tomaron la noticia con adormilada indiferencia. Su madre le dio mil motivos para no volver a irse, para que olvidara de una vez todos los cuentos chinos que había alimentado en su cabeza desde niño y que no le habían llevado a ninguna parte; hasta azuzó a su padre para que le dijera algo que le hiciera quedarse. Éste se terminó con calma el café, se levantó, sacó una caja de zapatos de la alacena, la abrió sobre la mesa y le mostró el dinero que contenía antes de entregársela y decirle:

–Vete, pero esta vez te vas de verdad al oriente. No quiero que escribas cartas, que inventes historias o excusas. Quiero que vayas allí y luego vuelvas. Cuando te vea de nuevo sabré si has regresado por fin. Sólo entonces te dejaré entrar en mi casa.

Salieron juntos a la calle, pero mientras su padre enfiló para el campo él lo hizo hacia la parada del autobús. Esta vez sería la buena. Lo supo cuando el conductor le preguntó dónde iba y se dio cuenta de que no había pensado en ello.

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