Cuando abrí los ojos, me di cuenta de lo lejos que había llegado. Apenas podía moverme, no me sentía las piernas y me pesaba todo el cuerpo. Cuando quise retirarme el pelo de la cara algo me lo impidió: en el brazo tenía una vía por la cual me inyectaban suero. Comprendí que estaba en el hospital.
No reconocía nada de lo que veía, y aún no recordaba la razón por la que estaba ingresada. Intenté incorporarme, y aunque estaba muy mareada no quería dormir. «¿Alguien me puede explicar qué está pasando? « Repetía mi voz en mi cabeza. Hasta que me di cuenta de que no estaba sola.
Era mi hermano. Estaba acurrucado en un sillón blanco, tapado con su manta favorita, y parecía inquieto. Ponía muecas mientras dormía y no paraba de moverse.
– Héctor… – le susurré – Cariño, estoy bien.
De repente abrió los ojos, se incorporó y me miró con cara de sorpresa. Tardó unos segundos en reaccionar, pero corrió rápidamente hacia mí y me abrazó con todas sus fuerzas. Se me humedecieron los ojos y no pude evitar llorar.
– Ana, ¡por fin! ¿Cómo estás?
– Supongo que bien… Estoy un poco confusa, no entiendo qué hago aquí…
– Lo siento, lo siento, lo siento… Nunca pensé que estarías tan mal, yo creía que tenías problemas pero no sabía que eran tan graves. Ana perdóname, por favor.
«Perdóname, por favor». Esas tres palabras retumbaban en mi cabeza… Entonces logré recordar mi viaje de ida…
Todo empezó con la separación de mis padres y con el cambio de ciudad. Mi hermano y yo nos fuimos a vivir con mi padre, quien se había buscado un piso enfrente de un colegio al que queríamos ir. Fue una etapa difícil, mi padre no era la persona que queríamos creer, y nos arrastró a su desgracia. No sabíamos de qué trabajaba realmente, pero había épocas que veíamos mucho dinero, y otras que no teníamos ni para comer. Cada año llegaba a tener dos o tres novias, todas ellas con sus respectivos hijos, y mi hermano y yo siempre estábamos en un plano secundario, hasta que encontró a una mujer que tenía un hijo de la misma edad que Héctor y pasé a ser yo sola el segundo plano.
No había nadie en casa cuando volvía del instituto, mi padre y mi hermano aún no habían vuelto cuando yo me dormía ,y cuando me despertaba ya se habían marchado. Todo empezó a volverse negro para mí… Empecé a notar que no era yo, que la ira y la rabia se habían apoderado de mí.
Discutía con las amigas, cambiaba de novio cada dos por tres, me saltaba las clases, empecé a fumar tabaco y otras cosas más, a salir de fiesta, a juntarme con mala gente… y lo peor: a dejar de comer. No tenía hambre. Al principio no comía mucho porque se me hacía muy pesado comer sola, pero después me acostumbré, se me cerró el estómago y me gustaba verme más delgada aunque ese no era el motivo por el que dejé de comer.
Pasé de no comer a vomitar cualquier alimento que entrara en mi cuerpo, hasta que perdí casi todas mis fuerzas y aumentaban mis desmayos. Mi familia no se dio cuenta… nadie tenía tiempo para mí. Ellos creían que seguía siendo la misma adolescente responsable y sonriente de siempre, pero no sabían que desde ese momento dejé de ser yo misma… y ese fue mi billete de ida.
Dejé de relacionarme con la gente, me encerraba en mi habitación a leer libros y a llorar. Nadie me escuchaba y me sentía muy sola, así que mi propia cabeza empezó a imaginarse cómo sería todo lo que me rodeaba sin mí. Empecé a tener ideas suicidas, pero siempre fui valiente y nunca llegué a dar el paso.
Recuerdo que al tiempo, el instituto empezó a detectar que algo no iba bien en mí debido a mis ausencias y al descenso de mis notas. La psicóloga en seguida supo cual era mi problema y me ofreció ayuda: la mejor opción era ingresarme en un centro de trastornos alimentarios para que me pudieran ayudar. En ese momento fui consciente de que tenía un problema, de que tenía una enfermedad… era anoréxica.
Sin darme cuenta me había provocado una enfermedad grave de la que me estaba costando salir, pero yo no quería ir a un centro, quería la ayuda de mi familia y que alguien me abrazara y me dijera que todo iba a salir bien.
Mi padre reaccionó mal a la noticia y optó por la negación del problema, dejándome aún más de lado, y yo no lo pude soportar. Empeoré aún más, hasta que decidí escaparme de casa para darle un escarmiento, así que recogí toda la ropa que pude en una maleta y me fui corriendo.
Recuerdo que ese día llovía mucho y el suelo resbalaba… Y sin darme cuenta fui arrollada por un coche. Por el coche de mi padre, él conducía. Llegaría de trabajar y no me vería. Recuerdo ver su cara de pánico y seguidamente notar un fuerte golpe. Hasta hoy no he vuelto a despertar.
El médico me hizo volver de mis recuerdos.
– Hola querida, ¿Cómo te encuentras?
– Estoy un poco mareada, ¿Qué me pasa?
– Tuviste un accidente de coche, has estado en coma 8 meses. Hay algo que debes saber Ana. – supe que me iban a doler sus palabras – En las pruebas que te hicimos al inducirte al coma descubrimos un fallo en tu corazón, y necesitabas un trasplante… Tu padre te dio su corazón.
No supe reaccionar. Mi padre había muerto por mí… Él me había salvado la vida cuando fue él quien me la había quitado. Al final me dio su corazón, aunque no de la manera que esperaba. Él fue el motivo de mi viaje de ida… y mi billete de vuelta.
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