Me sentí como un indocumentado en mi propio país. Con una cobija me tapé, me dijeron que permaneciera quieto, sin moverme en la caja trasera de una camioneta Ranger color negro de modelo ochentero.
Abajo de la cobija no tenía contacto con el exterior, mi único escape a ese claustro era un amigo que tenía a mi izquierda y una amiga pegada a él, los tres compartimos ese momento. Éramos cómplices de un hécho ilícito y a la vez una tontería que ocurrió el Viernes Santo, casi a las 20:00 horas, cuando la camioneta circuló sobre la carretera nacional en Monterrey, Nuevo León. Atravesamos la Avenida Díaz Ordáz con destino a Saltillo, Coauhuíla.
Desconozco cómo nos acomodamos en la caja de la camioneta. Yo obeso con más de 100 kilogramos encima, mi amigo un flacucho de 50 kilogramos a lo mucho y la tercera compañera pesando 45 kilos. El espacio no era más grande que el clset de una casa de interés social de las más baratas y accesibles en el mercado. Además en el mismo espacio iba una hielera cargada de comida, un asador de metal, bolsas con platos y cubiertos desechables y tres refrescos de tres litros cada uno.
Con todo eso en la camioneta, la Policía de Monterrey podía detener la camioneta, bajarnos a los tres compañeros que compartimos la caja y multarnos o arrestarnos porque no podíamos viajar en ese sitio. Íbamos sentados, sobre el suelo de la caja, nadie estaba de pie o sentado sobre el borde de la camioneta. ¿Qué estupidez de los regios? Esto nomas ocurre en Monterrey.
Era imposible estar cobijado todo el tiempo, la necesidad de respirar era más grande. Allá adentro mi nariz olía aromas corpóreos desagradables o literalmente te comías el sudor de tus compañeros. No podías estirar los brazos o tus piernas porque tocabas el cuerpo de la persona que tenías a lado. Mi única alternativa era rezar porque no hubiera tráfico y que el conductor de la camioneta fuera un cafre (que pisara el acelerador con fuerza) para salir rápido de Monterrey.
Por 30 minutos mi mundo se limitó a estar debajo de una cobija, ese era mi universo color café con bordados que daban forma a un lobo. Aunque estaba libre me sentía atrapado, acorralado por cuatro paredes de metal sobre una máquina en movimiento. Compartí el miedo con dos amigos, el temor a ser descubierto y tratado como un extraño en mi propio país.
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