Nos reunimos en el lugar más horrible de la ciudad para adentrarnos en lo más hermoso de esa naturaleza. Esta vez no llegamos de la mano, la discusión de anoche podía ser la última. Recién había amanecido y ya nos pasábamos el humo mano a mano, calmando el frio de la Séptima región. Habíamos nacido aquí, crecido y emigrados a la capital y estábamos de vuelta solo por un par de días, no teníamos nada que hacer en nuestra ciudad natal, por lo menos yo. Talca nos había exiliado por la misma razón que todas las discriminaciones, por no calzar con lo normal. Habíamos probado razas mejores pero esta cumplía con calmarnos la ansiedad y resguardar la pila que necesitaríamos para caminar las seis horas que nos separaban del Enladrillado en la Cordillera de los Andes. Apenas llegaran los tres que faltaban, partiríamos los seis en el auto hasta la entrada del Lircay, desde donde sigues a caballo o a pie. No teníamos el dinero para los caballos, ni sabíamos cabalgar.
La ruta se nos hizo suave en un comienzo, con la primera subida ya empezamos a sudar. La última vez había sudado con ella, ya no lo haría más. Habíamos terminado y se percibía la tensión, o la que había entre ellos dos. Habían sido los mejores amigos antes de que me la llevará a Santiago, aprovechaban cada minuto para ponerse al día.
Clavábamos nuestros zapatos en distintas tierras, cada metro más fértil que el anterior. Bebíamos de manantiales, descansábamos sobre rocas y el follaje filtraba el sol, acariciándonos como yo no la volvería a acariciar. Quizás él lo haga por mí. Me preocupaba más que se calentara el pisco que llevaba en el bolso, junto con la cerveza y el vino, litros que incrustaban la mochila en mis hombros. No me quejaba, las hojas hacían melodías imposibles, las aves conciertos por inercia. El humo aumentaba mi sed y la cercanía entre ellos. Cada kilómetro la alejaba un metro más de mí, y aumentaba el grosor y la altura de los troncos, como si cada árbol tuviera una erección mayor que el anterior.
Perdimos de vista el sol, llegó el viento fuerte con las primeras gotas de lluvia y un suave nevazón que nos hizo considerar quedarnos un poco más debajo de nuestro destino, en el último lugar que tenía permitido pernoctar. Habíamos embalado un par de carpas para quedarnos sobre el Enladrillado, ilegalidad preciosa como su rosto que se opacaba ante lo que nos rodeaba y los buenos momentos que no volveríamos a pasar.
La nieve se acumuló en los bordes del camino y luego dejo de caer. Nos sacamos una foto en grupo con el infinito detrás, él al lado de ella. La ruta era cada vez más rocosa y estrecha y los hombros se me resentían con los litros que transportaba, iba quedándome atrás, recordando desayunos. Escuchaba la corriente de unas aguas cercanas que no podía ver, ráfagas que usaban mi chaqueta como velas, como si navegara por sobre todas las veces que lo hicimos. Y entonces llegamos, la cima del Enladrillado era plataforma para cada sonrisa que la visitara, en esta ocasión sólo para los seis que jugábamos como niños, fumábamos como nosotros, acostados, más altos que las nubes, más cercanos al cielo que mirábamos mientras exhalábamos los humos.
Ella se acercó a la orilla a mirar los cientos de metros que nos separaban del próximo suelo. Le saqué una foto que podría haber compartido en Instagram con el texto “si no eres mía, no serás de nadie” y salir en la noticias mañana como el demente que subió la foto de su novia antes de empujarla al vacío. Dirían que fueron los celos, que estaba obsesionado, pero no había odio en mi acción, sólo curiosidad. Que ella fuera de otro no me afectaba, estaría mejor con él, lo haría sólo por averiguar cuantas veces rebotaría por las rocas antes de caer, imaginando en qué punto habría muerto, si mientras volaba o al caer, o después. Ella se giró, me sonrió casi con formalidad, examinó la foto que le había sacado con el celular y se fue donde él. La nieve regresó, nosotros no lo haríamos jamás.
Cocinamos unos fideos mientras bebíamos cerveza, los comimos mientras bebíamos el vino, lo reposamos mientras bebíamos el pisco. Yo pensaba que nos faltaría hielo para el pisco y el frio era tal que de tan solo pensar en ponerlo más helado, me tumbaban los dientes. El cansancio y el clima nos mandaron a dormir pronto, y como habíamos acordado, los tres nos acostamos en la misma carpa, como en los viejos tiempos. El frio no hizo acurrucarnos.
Me dormí y me desperté a la mitad de la madrugada, como siempre lo hago. Se movían cautelosos para no despertarme. Delante de mí sentía el frio del borde de la carpa, detrás el calor de sus cuerpos. Mantenían el mayor silencio posible, pero conocía su respiración agitada, el leve suspiro que emanaba con su aliento. Me quedé quieto, intentando dormir, pero el ritmo de las suaves embestidas me caló más que el frío.
Me levanté, enfrentando al nevazón, y avancé hacia la orilla donde la había fotografiado. Peleando con el viento a favor, me bajé el buzo y liberé un chorro de orina hacía el vacío. Aún curioso por saber cómo se vería un cuerpo cayendo por ahí, mezclando líquidos con la nieve. La imaginaba volando cuando el aroma de sus fluidos me hizo reaccionar. Conocía sus olores, en especial el que acostumbraba cenar, no había beso más largo que el que le daba a su vagina antes de dormirnos. Yo añoraba ese olor saliendo de mi boca mientras salía del pene de nuestro amigo que orinaba al lado mío, compitiendo con el chorro que yo lanzaba, sonriéndome. Ese perfume que ya no era mío, sino de él. Cada montaña de nuestra cordillera habría sido testigo de mi promesa de dejarla ir, si es que supiera prometer.
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