No era la primera vez que salía del país, pero era la primera vez que abordaba un avión. Desde las tres de la madrugada había estado despierto alistando todo lo necesario; la ropa, los medicamentos, los zapatos. Revisaba que el pasaporte estuviera en orden, que lleváramos el dinero suficiente. Todo tenía que estar perfecto.

En el aeropuerto todo era tranquilidad hasta que dijeron por el alto parlante el número de vuelo hacia Guatemala. Ahora sí, empezó el cosquilleo en el estómago, las ganas de ir al baño. Una ida rápida, por si acaso. Los nervios se elevaron más al momento de pasar por los controles. Tanta película ha visto uno en donde los de la seguridad escogen a alguien y lo revisan todo. Solamente esperaba que no me pasara a mí. Por suerte, pase normalmente.

Subí al avión. Ya había escuchado a gente decir que los aviones eran incómodos. Lo pude comprobar. O será por mi estatura que todo me queda pequeño.

Al escuchar los motores, el fuerte estruendo que hacen las turbinas al tomar cada vez más velocidad y al sentir el jalón del avión solamente pensé: “Que nos vaya bien” y sentí un hueco en el estómago cuando el avión empezó a elevarse. Después de ahí todo fue tranquilo.

Llegamos al aeropuerto de Guatemala y salimos a la entrada principal. La compañía con quien habíamos coordinado para que nos recogiera no llegó. Tuvimos que llamar al hotel para que enviaran a alguien más. Dos horas tuvimos que esperar ahí mientras llegaban por nosotros. Mientras tanto, veíamos a las personas que estaban ahí y todo el movimiento que ha de ser la rutina. Una señora vendiendo golosinas, un señor sin piernas pidiendo limosnas y que sentado en una patineta se impulsaba con las manos.

Llegamos al hotel y ahí pasamos una noche. Al día siguiente tomamos un vuelo en una avioneta hacia Tikal. Yo esperaba ver un par de pirámides, pero al ingresar a la zona donde ellas se encuentran y ver la primera, luego la segunda, y otra y otra, ya sentía la magia del lugar dentro de mí. El par de pirámides que esperaba se habían multiplicado.

Llegamos a una de las más altas del lugar, fue impresionante. Lo primero que hice fue poner mis manos sobre la piedra intentando sentir las historias, las personas, el tiempo, todo lo que paso alrededor de esa pirámide, de todo el lugar. La guía nos dijo que podíamos subir hasta la cima. Ni lo pensé. Subí casi corriendo. Llegue sin aire a la cima. La vista espectacular me cautivó, fue increíble. Me senté a ver y a respirar. A pensar cómo algo tan perfecto pudo haber sido construido hace tanto tiempo y con tanta inteligencia.

Bajamos de la pirámide y nos tomamos dos cervezas. Sí, junto a la pirámide había un puesto donde vendían cervezas. Seguimos caminando, apreciando, disfrutando todas las estructuras. Algunas se veían distintas en sus bordes, unas más cuadradas otras más redondeadas. De periodos diferentes nos decía la guía que eran. Es un lugar mágico que sin lugar a dudas volvería a visitar. El templo del Jaguar y todas las construcciones alrededor, simplemente impresionante.

Al final del día queda un aire de tristeza mezclado con melancolía por todas aquellas civilizaciones que habitaron esta zona y simplemente desaparecieron. Todos los conocimientos arquitectónicos y científicos. La lengua que aún se mantiene en algunos poblados. Se queda uno meditando sobre la grandeza del lugar en sus mejores tiempos y se imagina uno cómo pudo haber sido habitar ese lugar, en esa época, en el clímax de la civilización.

Nunca había visto yo las películas de Star Wars hasta que un día decidí verlas para ver que era el alboroto que hace todo el mundo con ellas. Al final de la primer película vi lo más increíble de todo. En no sé que planeta, en donde se desarrolla el final de la película, sale una toma aérea y lo que aparece es una de las pirámides de Tikal, la cumbre que sale en las fotos de las tarjetas que venden a los turistas. Y yo pensé mientras esbozaba una sonrisa.

– “Yo estuve ahí”

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