A las cinco en punto de la tarde llegué a mi destino. Había que ser muy torera para presentarse allí. Un portón blanco cerrado y un olor a buganvillas me recibió. Bajé del coche y me sentí envuelta por un sonido de cristales rotos, a olas golpeando las piedras de la orilla del mar. Descargué, iba ligera de equipaje como una hija de la mar…en cuestión de segundos me vi abriendo la puerta de la que iba a ser mi morada durante diez días.
Un sombrero de paja en un viejo perchero, un capazo de mimbre que amontonaba en su interior pareos de sedas espectaculares…la temperatura era amable, tan amable que consentía despojarse de toda la ropa que llevaba puesta. Me tumbé en la cama con dosel durante unos instantes pero oí unos gritos, unos niños quizás que hablaban en un idioma propio de su tribu.
Corrí las cortinas y ahí estaban; despojados de todo, salvajes…se movían, hacían gestos incesantemente. Tendría que acostumbrarme a ellos.
Rebusqué por el interior de unos cajones enmohecidos, me costaba abrirlos, la humedad los había acorchado pero al fin encontré lo que buscaba:unos prismáticos que me dejaran ver lo que más ansiaba, el mar.
Me costó pero al fin entre aquellos gigantescos árboles de castaña… un poquito de azul.
Me puse el sombrero de paja y alrededor de una reducida sombra gris yo misma fui acariciando mis cuerpo untándolo de bronceador, acelerando ya mis deseos de sol y aventura.
Del piso de al lado provenían unas voces, discutían acaloradamente. Imaginé que al igual que yo, todo era una cuestión de adrenalina pura, territorios que explorar tanto físicos como interiores. Efervescencia pura. Nada que temer.
Completé mi atuendo, y a mi sombrero le añadí una camiseta y unas bermudas, me miré ante un espejo y me sentí doblemente feliz; mis meses de Pilates habían servido de algo.
Estudié varias posturas frente a ese espejo que me hicieran la mejor compañera que Harrison Ford podría encontrar. Cuando al fin me convenció una que mezclaba mis bien torneados brazos, disimulaba mi gesto de susto por los gritos y mi escasa gracia para agarrar un machete…sonó el timbre de la puerta ; tres niños que decían ser mis hijos entraban hablando en un idioma más que entendible para mi.
Me reprochaban que habían estado llamando al timbre durante un largo rato, se burlaban de mi aspecto y el pequeño me llevaba hacia la ventana queriéndome enseñar el mar entre aquellos rascacielos. Se bajaron a la piscina a jugar con la tribu, «su tribu»no sin antes recordarme que los vecinos de al lado me esperaban para darme la bienvenida un año más.
Andan algo sordos, explicaba mi hija mayor, por eso gritan tanto.
Claro-asentí- y en este punto comenzaba la aventura de mis domésticas vacaciones.
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