He caminado muchas veces por esas calles de Caracas, crecí en ese lugar y me sé de memoria rincones, rutas de bus, de metro, las temporadas de los araguaneyes – el árbol nacional – las aceras imperfectas, el ruido, el clima; me fui muchas veces, unas huyendo de una realidad que no me gustaba; otras concretando proyectos, la definitiva fue cuando el miedo me venció, el terror pudo más que yo.

Cuando tomé la decisión de migrar, dejé atrás mi casa, mi familia, mi gato y me quedé con las palabras de mi mamá diciéndome: «que no estés aquí me tranquiliza, no quiero que te pase nada». En cuatro años he ido sólo dos veces y cuando intenté ir una tercera, mi mamá y mi tía Rebeca me pidieron que no lo hiciera.

Desde la diáspora, siendo parte de esta masiva migración venezolana, pienso en los que se quedan, en mi familia luchando por sobrevivir cada día, en las estómagos curtidos de quienes intentan comer al menos una vez al día, en los niños desamparados que son hijos de una guerra que ellos no entienden, en las personas que mueren de mengua o en manos del hampa, de tristeza por la huida de sus seres queridos o de hambre. La esperanza me lleva a pensar en que esto no durará para siempre pero hace malabares con mi ánimo, la lógica me pide que aprenda, hay que escoger mejores representantes en el gobierno. Es una montaña rusa de emociones, una injusticia detrás de otra, una angustia perpetua.

Al salir, luchar, adaptarme a culturas que debí adoptar como propias, me acerqué, en la distancia, a mi familia, los extrañé hasta enfermarme, me perdoné por haberme ido, adoré mi tierra más de lo que ya la quería y añoro el retorno desde el exilio, aunque no sé si para quedarme, porque ya estoy muy acostumbrada a ser ciudadana del mundo, pero caminar sobre mis pasos, visitar los espacios que me hicieron tan feliz, volver a subir montañas que me enseñaron tanto, bañarme en esas aguas tibias del Caribe, comer pescado a la orilla de la playa con los pies enterrados en la arena y beber inagotables litros de jugo de guayaba, son cosas que deseo profundamente.

Como bien cantaba Mercedes Sosa: «…Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida»

Johana Milá de la Roca C.

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