La primera y única vez que fui a Europa nadie me anticipó que el viaje podía meterse con mi cabeza de esa manera, pero la locura que me invadió fue incontrolable e impredecible. Si lo intento explicar desde el principio, diría… Empacar. Prepararse. Lugares desconocidos y alimentos extraños. Fotografiarlo todo. Antiácidos y suficiente ropa interior. ¿Qué se me podía escapar? Supuse que nada. Mi provincianismo solo consideraba dos alternativas: un viaje inolvidable o sólo un viaje.

El que no me advirtieran fue para mejor porque de seguro se me habría escapado una carcajada en la cara del que me lo hubiese intentado explicar, o bien, lo habría googleado autosugestionándome irremediablemente. De hecho, para muchos se trata de una situación basada en persuasiones, que cualquier médico respetable inscribiría en una enfermedad aprobada por organizaciones serias y oficiales. ¡Pero qué más da! Stendhal me abrazó. La forma en que me afectó me convenció de su realidad. ¿Cómo podría haberme dejado influenciar por algo que no sabía siquiera que era posible?

No quiero llevar a confusiones. Es, pero no para cualquiera. Quizás no lo sea para ti, o incluso, no lo sea para mí. Creo que un cuento es el mejor lugar para expresar las extrañezas que implican el estar vivo; mejor que narrarlo a viva voz durante la cena (ya soporté la mirada de otros comensales como si fuera un conejillo de indias medio borracho).

Para que Stendhal sea real, se necesita de una sensibilidad absurda. Cuando era adolescente mi madre solía decirme a modo de no sé qué clase de instinto maternal, que era una persona excesivamente somática. ¿Eso explica algo? Digamos que no, pero era la causa que ella le daba a mi síndrome de colon irritable.

Ya en mi época adulta, víctima de la ignorancia propia que conlleva una educación en extremo religiosa, fui invitada a escuchar un concierto. Se trataba de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler. Sin entender nada en estricto rigor, me dejé llevar por la música y en el cuarto movimiento no era capaz de contener las lágrimas.

Supongo que ni Stendhal ni mi discurso son demasiado precisos, pero soy una ferviente defensora de que hay cosas que sólo pueden mostrarse con ideas vagas, experiencias, metáforas; cosas a las que sólo se puede llegar mediante rodeos.

Aterricé en el mundo viejo, nuevo para mí, y lo sobrellevé con decencia hasta el día ocho o nueve, aunque si soy sincera, mis conductas erráticas empezaron algo antes.

Recuerdo que al conocer, llamémosla “Ciudad Laberíntica”, me paseé por las callecitas sintiéndome como en un juego para adultos, tan confundida que me perdí (seguro me escondí a propósito, pero esas memorias están algo nubladas). Estaba ajena a mí. Mi novio me buscó desesperado por horas, hasta que me encontró al interior de una iglesia románica, acostada en el suelo soñando con las obras grabadas en el cielo.

Stendhal se había apoderado de mi interior. El día siete conocimos “Ciudad Ancestral”. La atracción principal, consistente en un acueducto romano, se erigió ante mis ojos y corrí hacia él. Mi novio intentó detenerme mientras gritaba que qué diablos hacía (creo que a veces lo avergüenzo, pero esta vez no cuenta: ¡estaba fuera de mí!). Me acerqué a la piedra, me quedé mirándola y me abracé a uno de sus pilares durante un largo rato con los ojos cerrados. Mi novio me miraba desde una distancia prudente.

– Te esperaré en un café aquí en frente ¿vale? -, dijo algo incómodo.

– ¿Quién lo puso aquí? -, lo interpelé con brusquedad.

– Tranquila. Los romanos -, contestó.

– Ya. Pero igual no entiendo.

– ¿Qué hay que entender?

– ¿Cuándo?

– Siglo II D.C. ¿Te parece si seguimos?

– No, no me parece.

Yo tenía la mejilla pegada a la superficie rocosa. ¿Me estás diciendo que esto lleva más de mil ochocientos años aquí? ¿Aquí mismo? No podía soltarla, era una sensación inexplicable. Estaba por llorar y ni siquiera los argumentos acerca de que la piedra estaba llena de orina y escupitajos lograban sacarme de ahí. Escuchaba el “joder” susurrado de mi novio, todavía contemplándome desde un par de metros.

No sé decir si todo mi asombro era positivo. Simplemente lo sentía, era físico. Deseaba encontrar alguna explicación razonable a mis comportamientos, como el hecho de que todo fuera demasiado antiguo, demasiado histórico, demasiado diferente a mi país. De donde yo vengo, cada cierto tiempo un desastre natural se lo lleva todo sin piedad; nada supera los cien años y lo que vemos hoy se habrá ido dentro de los cien que vendrán.

El día nueve Stendhal me afectó profundamente. Alojábamos en “Ciudad Impresionante” y ya casi se terminaba el viaje. Paseábamos por un pueblo en que todo era de piedra, incluidas personas y animales, con musgo y buganvilias enraizadas en cada esquina. Yo caminaba con el brazo derecho estirado, tocando cada pared y acercándome a besar las murallas, pegando mis labios a la piedra fría y olorosa.

– ¿Qué haces? -, dijo mi novio, cansado de mis extravagancias y horrorizado de que me pudiera contagiar alguna enfermedad.

– Absorbo la energía, -él puso los ojos en blanco -, ¡No me mires así! Alguien puso esto aquí, ¿sabes? Hace siglos y sigue aquí. Nos moriremos y dará igual. Quizás me muera ahora mismo.

– Tontilla, no pasa nada-, me rodeó con sus brazos conmovido por mi estado.

Comencé a llorar. Me invadió un infinito mareo, como si fuera una forastera dentro de mi cuerpo. Daba cada paso adelante con la sensación de cuando bajamos las escaleras a oscuras convencidos de que resta el último peldaño. Me sentía tan nada y tan sola, como si en realidad fuera a morir.

Inhalando con dificultad, poco a poco el cosquilleo de las buganvilias me devolvió al presente; pequeñas ramas subían enroscándose por mis piernas, jugueteando con mis caderas. No pude evitar sonreír. Mis manos, mi rostro, todo en mí cedía, por fin, ante la piedra que me abrazaba.

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