Miro al cielo, a ese mismo que he estado viendo durante años desde el interior de las cuatro paredes y, sin embargo, ahora es distinto porque mi vista no está limitada por ellas. Y también vuelvo la vista atrás, como si aún no creyera que ya no estoy allí, que por fin puedo tener libertad. Los dos guardias apostados en la puerta esperan que me vaya. No tengo donde ir, pero sí tengo claro que no volveré a entrar. Por mí pueden volver tranquilos a sus puestos. Pero no se mueven.

Echo a andar con dificultad. El espacio desmesurado en el que ahora puedo moverme con total libertad es el mismo que me limita. El bosque, ese que soñaba alcanzar desde dentro, tan cercano entonces, me parece inalcanzable. Decido que no iré hacia él. Más bien tomaré la carretera, con la vaga esperanza de que algún samaritano conductor decida acogerme en su vehículo, despreciando el riesgo, llevándome a ninguna parte sin conocer a la persona que lo acompaña en su trayecto.

Mientras camino por el margen izquierdo mi mente comienza a trabajar en la excusa. «El vehículo se me ha averiado». No. No ha visto ningún otro en la carretera. «Otro conductor me ha dejado», pero entonces, ¿por qué motivo? «No sé quien soy, ni de donde vengo ni adonde voy»… «He sido atacado por alguien y abandonado ahí, en el bosque». Pero entonces ¿cómo explicar esa maleta que porto? ¿Y qué es lo que contiene? «No es de su incumbencia», respondería amablemente. «Si no le importa, conduzca y déjeme en el siguiente pueblo»…¿Y si fuera una mujer? Llevo mucho tiempo sin ver una. Mis instintos no me dejarán razonar con frialdad y, con seguridad, la atacaría.

Un coche frena unos metros por delante. Parece dispuesto a acogerme, de otro modo no tendría ningún sentido la detención. Me acerco con cautela y veo su rostro en el espejo retrovisor. Se trata de un hombre, lo que apacigua, por el momento, mis deseos. «¿Podría llevarme?» pregunto sin más introducción. «¿Dónde va?» pregunta a su vez, sin interesarse por mi situación. «Si le parece puede dejarme en el próximo pueblo o ciudad». «¿No sabe dónde está? ¿Tiene algún problema?» «Mi mujer me ha abandonado» respondo con rapidez para evitar que deduzca que estoy urdiendo una excusa. Él me mira de arriba abajo, circunspecto, dudando si realmente dejar que me siente a su lado. «Está bien, suba».

El vehículo arranca despacio y se incorpora de nuevo a su carril. El tipo permanece silencioso. Parece que no quiere indagar más en el motivo del desamparo. Pone la radio para evitar tener que hacer más preguntas o que, a su vez, yo las haga, y conduce concentrado. Ningún vehículo cruza o adelanta. El sol sigue alto y tan solo unas nubes a lo lejos anuncian una tormenta sin igual. En la radio suenan canciones viejas. Debe haber puesto una de esas emisoras del recuerdo. De pronto se interrumpe el programa y una locución en un extraño idioma se hace hueco, Él no hace nada por cambiar el canal, como si entendiese lo que están diciendo. Así transcurren un par de minutos, hasta que el locutor hace, por la entonación dada, unas preguntas. Entonces es cuando me mira y sonríe. A continuación responde, sorprendentemente, a lo preguntado, entablando una conversación con el locutor de la que no entiendo absolutamente nada.

Las nubes nos han alcanzado. A pesar de que no hemos llegado a ningún sitio y la tormenta parece inminente, deseo apearme. El cielo se ha vuelto negro y la recta carretera asciende por una pendiente montañosa. El tipo acelera vertiginosamente, Le digo que he cambiado de opinión y le pido que puede dejarme ahí, junto a ese árbol, que no se preocupe por mí, estaré bien. Él responde, de nuevo en mi idioma, que el viaje no ha concluido, que solo acaba de empezar.

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