Penélope se estremeció al presentir la arena y la corteza de la palmera con sus yemas. El perfume dulzón del coco y el mar. Pieles morenas. Un zumbido uniforme, de una barca o una avioneta tal vez, envolvía el paisaje y la hacía vibrar. No había diferencia entre una cosa y otra en tanto que el cielo y el mar parecían uno. De pronto el tacto de la arena fría y lisa la turbó. No había granos de arena, sino solo la superficie del cartón lacado de la caja de helados Frigo que terminó por sacudirla de su ensueño. “¿Me permite?” la voz de un chiquillo la corrió de la nevera de congelados. Turbada cogió dos cajas “Sabor Tropical” con su playa y sus palmeras estampadas. “The flavour of dreams” rezaba el icono.
Ya en la calle se debatió con el calor que la aplastaba contra los adoquines. Temía que los helados se derritieran antes de llegar a la casa y también que la vieja estuviera pasando demasiado calor; la vieja no tomaba otra cosa ya… el Dr. Morey no aprobaba, sacudía la cabeza y murmuraba nombres de enfermedades (ceguera, diabetes,etc.). Penélope, a modo de broma, le decía que su vieja ya había visto mucho. Tanto que se había quedado inmóvil y muda. En su extraña sabiduría solo abría boca para el helado. El doctor no comprendía, o no se lo permitía su papel. En su camino a casa la envolvían turistas y paseantes en busca del mar. Caminaban con sorprendente seguridad, como si todo aquello estuviera hecho a su medida, parecido al decorado de alguna película exótica. Puede que esa seguridad aparente se debiera a su vaga sospecha de que todo aquello era temporal y lo que es temporal en el fondo… es inocuo.
Al acercarse a la floristería (según parece ser, era ya su costumbre), Penélope redujo el paso para contemplar las flores casi mustias inclinarse sobre la acera. Un destello de amapolas inesperadas la retuvo. Su olfato aisló su perfume del resto de escenas e inclinó la cabeza, como una niña, para contemplar los campos escarchados de color que la rodeaban. ¿Sería capaz de recoger todas aquellas flores? Junto a ella un canal holandés corría tranquilo, transitado por embarcaciones desde la que se oían melodías superpuestas en una cándida polifonía. Gran parte de la música y la alegría parecía provenir de una barcaza inmensa, repleta de rostros sonrientes y rubicundos, que esparcían el canal de pétalos de amapola mientras cantaban. De repente un músico o un campesino se asomó por la cubierta en dirección a la orilla donde Penélope se encontraba y, riendo a carcajadas, sacudió en su dirección una muñeca hinchable desde el autocar mientras hacía como que la montaba para regocijo de todo el pasaje. Del estanco de al lado, una pareja salió con un manojo de postales de los lugares que habían visitado esas vacaciones. Tal vez aquellas imágenes conformaban para ellos una especie de seguro para la memoria.
-¿La puedo ayudar, señorita?- la interrumpió la voz amable del florista.
Acalorada y agradecida, Penélope contestó que sí “Un ramo, por favor”.
-¿De qué?
– Lirios.
Observó sus manos delicadas elegir atentas las flores, limpiar los tallos, acariciar los pétalos con gesto natural y distraído para darles más gracia. Era un hombre delgado, extraño. Con un aire distinguido que le daba su pelo espeso y canoso que contrastaba con su piel morena.
En la casa la vieja seguía donde la había dejado. En la eternidad perpetua. Antes le encendía el televisor antes de irse pero hacía tiempo que había notado que a la vieja le daba lo mismo. Televisor o no, su estado era invariable. De modo que empezó a dejarla así, a oscuras. También para ahorrar un poco decía, medio en broma y medio enserio su marido. Penélope recogió cuatro cosas y dejó comida lista para cuando regresaran sus hijos antes de encargarse de ella. Había dejado el helado en la encimera. Al cogerlo el cartón húmedo se hizo trizas en sus manos.
-Te traje flores, Mamá, azucenas-
Contra su costumbre la vieja gruñó más de hambre, supuso, que por las flores. Cogió el helado y se dirigió al salón para sentarse frente a la vieja olvidándose de poner agua en el jarrón. Con una cucharilla Penélope alimentaba a su vieja a quién, del esfuerzo de entreabrir la boca, se le acumulaban lagrimones en los ojos. Era extraño como de toda una vida solo quedara, visible al mundo, ese curioso gusto casi infantil por el helado, sin importar el sabor. La vieja, indiferente, abría la boca mecánicamente, pero Penélope ese día intuyó la sonrisa; sonrió a su vez y el helado, caliente, se deslizaba por las comisuras de la vieja. A cada bocado, del cual la mitad no llegaba a destino, emitía una extraño sonido al respirar, como un silbido…como si el viento se colara por una grieta en la tierra para no regresar nunca.
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