Observa sus manos desgastadas, los ochenta años pesaban en cada marcada y a la vez fina y elegante arruga, y los sesenta años desde aquel autobús pesan en cada lágrima que llenó los surcos de sus manos durante tanto tiempo, pesan en su corazón; pesa el arrepentimiento de no haber vivido su vida, la melancolía de su sonrisa, su mirada esperanzada al verla llegar a la estación, y la misma mirada, vacía al ver que era para despedirse de él.
Alza la vista y aparece ella con veinte años yéndose de la estación, escapando del viaje de su vida, escapando del amor, escapando del destino; quizás por miedo a salir de su pasado, a abandonar la vida a la que estaba arraigada.
Y esperó su vuelta. Cada hora, cada día, cada año, esperó el viaje de su vida, esperó una segunda oportunidad. Soñaba con que los sesenta años se convertían en apenas dos meses, soñaba con que era joven y él aparecía por aquella puerta con un anillo en una caja roja, soñaba con sus preciosos hijos, y soñaba con la vida que jamás tendría.
Y apareció, como un fantasma. Vio a su amado por última vez, tan joven, no había cambiado, se sentía arropada por la misma expresión de cariño.
Quizás era un espejismo pero eso ya no importaba, porque ella, desconocida, cerró los ojos y empezó el viaje más largo y eterno.
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