1939: La Flor de la Moringa

1939: La Flor de la Moringa

Aquella mañana de 1939, las flores silvestres del camino adornaban la mañana tormentosa, sus vivos colores de primavera brillaban ahora con unos inusuales tonos grisáceos, debido a la luz del sol que se reflejaba en las gotas de lluvia que caían sobre los pétalos.

La hiedra trepaba a duras penas, enredándose y creando un complicado trazado por las paredes y columnas del caserón. Por la puerta abierta de par en par, se colaba la persistente lluvia sin invitación alguna. El cortejo fúnebre salía apesadumbrado de la finca «La Española» con el féretro acarreado sobre sus hombros derrotados camino del cementerio, acompañándola en su último viaje.

Los zapatos, cuidadosamente acicalados para la ocasión, se hundían en el fango, dificultando y ralentizando el paso de los porteadores. Los bajos de los pantalones desgastados y mojados, se teñían de marrón con cada paso.

El cajón era de madera de pino, con una pequeña flor de moringa grabada en la cubierta, las lágrimas de lluvia caían de sus pétalos; era demasiado pequeño para que Ella yaciese en él.

El sendero que serpenteaba desde la finca rodeando el pueblo hasta llegar al camposanto, se hizo arduo y tedioso, sin embargo ninguno de aquellos pobres infelices que la acompañaban, querían despedirse, abandonarla al frío olvido del que la habían rescatado años atrás.

La comitiva estaba formada por cinco mujeres y tres hombres, cuatro a cada lado del féretro, sosteniéndolo con manos firmes, y rodeándolos en silencio los acompañaban en la ocasión, el restos del pueblo; vestidos de un luto riguroso y seguidos de cerca por sus hijos, por lo normal alegres e infantiles, pero tristes y callados debido a la ocasión. Las niñas llevaban ramos de flores entre sus manos, los niños de mayor edad llevaban a los más pequeños en brazos para que no se quedasen atrás, todos debían estar presentes en aquel momento.

Cuando llegaron al final de la vereda, fueron recibidos por unas grandes puertas de hierro, la comitiva se paró. De entre la multitud se abrió paso una niña, vestida con un sencillo traje gris y un lazo deshecho adornando una coleta. Miró fijamente las puertas y se retiró con los brazos los mechones morenos pegados a la cara por la lluvia. Despacio, se acercó y empezó a abrir las puertas, nadie se movió ni si quiera para ayudarla; ella fue la primera en entrar en el cementerio.

El cortejo fúnebre se dirigió hacía un pequeño claro donde había un foso cavado, siguiendo a la niña, y todos volvieron a pararse formando un círculo; en el centro la niña, los hombres y las mujeres soportando el peso de aquella pérdida. De uno de los bolsillos del vestido sacó un papel muy bien doblado, lo apretó con fuerza en su puño y por fin encontró las fuerzas para abrirlo y leer lo que en él había escrito. Otro de los niños se adelantó y cogió a la pequeña de la mano. Ambos recitaron juntos una vieja cancioncilla de Antonio Machado para despedir a la difunta.

«Ya va subiendo la luna
sobre el naranjal.
Luce Venus como una
pajarita de cristal.

Ámbar y berilo,
tras de la sierra lejana,
el cielo, y de porcelana
morada en el mar tranquilo.

Ya es de noche en el jardín
—¡el agua en sus atanores!—
y sólo huele a jazmín,
ruiseñor de los olores.

¡Cómo parece dormida
la guerra, de mar a mar,
mientras Valencia florida
se bebe el Guadalaviar!

Valencia de finas torres
y suaves noches, Valencia,
¿estaré contigo,
cuando mirarte no pueda,
donde crece la arena del campo y se aleja la mar de violeta?»

Nadie lloró, depositaron en silencio el féretro en el foso y este quedó cubierto por la tierra mojada. La lápida fue traída por dos vecinos del pueblo y colocada en la sepultura. Poco a poco todos se fueron marchando y el cementerio quedó desierto, tan solo el sonido del viento acompañaba a la reciente fallecida.

La hojarasca se fue amontonando, las enredaderas clavaron sus espinas alrededor, los arbustos y las malas hierbas ocultaron la lápida, que seguiría allí durante cuarenta años, nadie iría a visitarla, nadie cambiaría las flores secas por frescas, nadie le hablaría de sus gozos ni de sus desvelos, nadie le contaría como había cambiado todo desde que ella se fue, nadie leería la inscripción en ella tallada que rezaba Libertad.

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