Gustavo Padilla, compañero de estudios del Colegio Centro Don Bosco, nos invitó en vacaciones a pasar unos días en Valencia – Tolima. Yo tendría unos quince años y nos embarcamos junto con Jorge Ernesto Páez, también del colegio, en el viaje acompañando a nuestro amigo.

Viajamos en una flota llamada Expreso Bolivariano de Bogotá a Girardot para hacer el cambio a una chiva que nos llevaría a Cunday de paso hacia Valencia.

La chiva es una especie de autobús que tiene varias hileras de bancas anchas de madera que van de un costado a otro y que transportan personas, mercancías, animales…Son originarias del Departamento de Antioquia desde inicios del siglo XX y también se conocen como “buses escalera”. El acceso se hace por un lado y el otro costado está semicerrado, no lleva vidrios o cristales, en la parte trasera del vehículo hay una escalera que lleva al techo donde hay una especie de parrilla portaequipajes que se usa especialmente para mascotas y mercancías, pero en algunos casos van personas allí encima. Tienen colores vivos y muy variados, además de pinturas, dibujos y adornos que las hacen muy agraciadas.

Toda su belleza se va perdiendo a medida que avanzas kilómetros en una carretera sin pavimentar o “destapada, como se dice pu’ allá”. Al cabo de media hora te empieza a doler el culo y ya te vas poniendo harto de “comer tierra” por el polvo que se levanta de la vía. A lo anterior hay que aunar el calor sofocante, la incomodidad por los animales, la cantidad de gente y un camino que se hace eterno…Después de unas dos horas haces una parada en Cunday donde puedes orinar, tomarte una cerveza o gaseosa y comerte una almojábana. Te repones un poco del “culo tabla” y continuas el viaje por un camino lleno de vegetación a lado y lado que puedes tocar con la mano.

Llega un momento en que solo deseas llegar a tu destino y descansar.

¡Por fin en Valencia!

Está lloviendo fuertemente, la chiva para y nos bajamos cansados con nuestra maleta de mano, el agua nos alivia un poco el calor y vemos con asombro que el sitio al que llegamos es una plaza central en tierra con unas pocas casuchas alrededor, el ambiente se veía desolador pero no tuvimos mucho tiempo de observar. Rápidamente nuestro amigo Gustavo, dijo que debíamos tomar camino por el monte y que su hermano nos llevaría las maletas a caballo. Arrancamos cual jóvenes y valientes a enfrentar el nuevo terreno, a menos de un kilómetro ya fuimos presas del barro y los zapatos se nos quedaron enterrados. Tuvimos que quitarnos hasta las medias, arremangarnos el pantalón y seguir como si no nos importara.

Ya descalzos empiezas a sentir las piedras, las raíces de los aŕboles y te das cuenta lo importantes y sensibles que son tus pies. Caminamos casi una hora y luego una quebrada se interpuso a nuestro paso, la cual atravesamos caminando con el agua hasta la cintura. Al cabo de una hora más llegamos “vueltos mierda”, como se dice popularmente, a quitarnos toda la ropa y ponernos algo seco.

Suponíamos que ya había pasado lo peor, pero nos esperaba una choza a medio construir, unas esteras para dormir en el suelo, una comida a base de yuca, la falta de luz eléctrica y lo más difícil para rematar la faena: una “jauría” de moscos que nos rodeaba la cara, que nos picaban por todo lado y que se aprovechaban, aún más si cabe, cuando teníamos que hacer nuestras necesidades al aire libre.

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