Nada más subir a la furgoneta y ver a Ramón sentarse atrás con Jenny confirmé que había sido un error unirle al grupo. Mientras conducía podía ver por el espejo las miradas y las sonrisas que intercambiaban. También oír retazos de su animada conversación: La monótona sucesión de viñedos que nos ofrecía la ventanilla bajada le daba pie a que se luciera hablando de los matices de color, olor y gusto de los vinos –caldos, decía el muy cursi- de la región; y a hablar de su dura vida de pequeño vendimiando por aquellos parajes. Sentados a mi lado, Francho y Tomás pasaban el viaje dormitando ajenos a lo que estaba pasando. A esos dos todo se la refanfinflaba con tal de poder mostrar sus habilidades con la guitarra y la batería, detectar desde el escenario alguna moza local con pinta de irle la marcha y, desde luego, cobrar su parte del generoso caché que los ayuntamientos pagaban.
Pero fue al llegar al primer pueblo cuando empecé de verdad a cabrearme. Durante un par de horas tuve que quedarme bajo la solana, descargando el equipo para hacer las pruebas, y conformándome con un cacho de pan con queso, una raja de melón y agua del botijo. Mientras, él y los demás se iban sin apenas mirarme a disfrutar de la comida típica a la que nos invitaba el alcalde. Luego, durante la actuación, se pasó de protagonismo, contando chistes subidos de tono y arriesgadas bromas sobre tópicos locales, que tengo que reconocer que festejaba con entusiasmo un público que ya tenía varias copas en el cuerpo y solo quería reírse y bailar. Ya al llegar a la habitación del hostal, Jenny solo hablaba del acierto de haberle contratado, de que, con su simpatía y su don de gentes, había sido clave fundamental del triunfo esa noche. Muy pronto se quedó dormida, aunque aún dijo, ya casi entre sueños, que además estaba macizo.
Día tras día tuve que soportar verlos por el retrovisor haciendo nuevos proyectos para el grupo. El muy cretino hablaba de ponerle un nombre algo más inglés que es lo que estaba ahora de moda. Protesté en vano que ‘Jenny y los cuatro de Montiel’ era perfecto para que los ayuntamientos de la comarca nos contrataran para promocionar la música local y que, gracias a él, la Autonomía nos había dado una pasta de un fondo europeo. También quería revisar el repertorio que tanto trabajo me había costado componer. Había que añadir piezas de más calidad, proclamaba, en vez de mis facilonas adaptaciones de éxitos bailables que si bien hacían las delicias de un público en fiestas, no nos motivaban como artistas. La voz de Jenny merecía canciones que la realzaran, concluía. No quise replicar que más que su voz, muy normalita, las claves de nuestro éxito eran ese cuerpazo que la escasa ropa mostraba ampliamente y sus movimientos sensuales al ritmo de rumbas y guarachas; desde luego, aparte de los generosos decibelios que yo metía.
Llegó así el último día de nuestra gira. Nos dirigíamos hacia Villahermosa atravesando un monte bajo en el que, sobre la tierra colorada, se sucedían sabinares, chaparrales, romerales y tomillares. Él nos invitaba a que, a través de las ventanillas abiertas, aspiráramos el aroma del campo. Contaba sus aventuras de cazador; de la vez en que había matado dos perdices de un solo tiro, anticipando el cruce de sus trayectorias; o de cuando se había cargado a tres ‘jabalises’ en una sola espera. Entretanto, yo cada vez con más ‘recochura’: Este cabrón nos había amargado la gira y me quemaba la sangre que se fuera de rositas cuando era claro que iba a cargarse al grupo y quizá también a ligarse a la Jenny. Cuyo nombre también había sido invención mía, porque en su pueblo era conocida como ‘Juana la del Rebolondo’, por las formas poco esbeltas de su padre, que sin duda ella heredaría con los años.
En el pueblo, otra vez la misma historia: Desmoralizado, pero cumplidor, que uno es muy profesional, me fui con la furgoneta a la plaza a instalar instrumentos, focos y altavoces y probar sonidos y luces. Y los otros a comer al hostal un menú típico a base de galianos, magro con pisto, chorizos y morcillas, todo regado con vino de la Cooperativa. Pero esta vez iba a ser diferente. Desde la mañana, negros nubarrones anunciaban la que se preparaba y antes de empezar las pruebas se desató la tormenta. A primera hora de la tarde ya parecía noche cerrada y los relámpagos y truenos producían una sensación apocalíptica. El alcalde me dijo que eran las ventiscas de la Feria, las mismas de todos los años en esas fechas y que no había más remedio que suspender todos los festejos del día, no fuera a ser que cayera una culebrina y tuviéramos un disgusto. Así que volví al Hostal de la Gasolinera a disfrutar por una vez del generoso banquete que el pueblo había preparado.
Fue al doblar la esquina de la carretera de Montiel cuando un relámpago quebró la oscuridad y los pude ver caminando por la calle desierta, pegados a la fachada blanqueada, los dos abrazados bajo el mismo paraguas.
Puede que me deslumbrara el súbito resplandor de la tormenta; puede que mis ruedas, que ya llevaba tiempo queriendo cambiar, no respondieran al perezoso frenazo; quizá la lluvia desatada desencadenó el efecto de aquaplaning… El caso es que me quedé en el asiento, con la furgoneta empotrada contra la pared, mirando alelado al ridículo paraguas abierto sobre el capó, mientras las manchas de sangre iban salpicando el previsible rótulo de la tienda contra la que me había estampado: Panadería Don Quijote.
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