Cada vagón, un instante. Pasajeros sentados, parados, caminando. Observé por la ventana, maravillada, el paisaje, aunque no sabia donde iría a llevarme ese tren.

Inquieta, por ver caras nuevas caminaba avanzando hacia un nuevo vagón.Detrás mío las puertas se cerraban. Se sellaban automáticamente. Todo lo vivido quedaba, fugazmente, atrás, como un simple recuerdo, incluso, como sensaciones.

Un nuevo vagón. Una madre y su niño en brazos. Un anciano y su bastón. Un joven con un libro misterioso. Un pájaro enjaulado cantando por su libertad.

Adelanté, de prisa. Debía saciar mi sed de ver cada vez más. Las puertas se volvieron herméticas. ¡Olvidé la valija! ¿Qué importaba a esa altura?. El paisaje se fundía con mis ojos. Me volví cielo, me volví montaña.

Así, vagón por vagón. En un tren que no paraba en estaciones. En un tren cargado hasta el último asiento. En algunos pasillos, algunos colchones. Pasajeros, incluso, tomados de las barras.

Seguí, absorbiendo todo lo que mas podía. Extasiada de un sabor dulce, ese, el que deja la sorpresa del primer caramelo. O, quizás, el primer sorbo de leche materna.

Corría, corría sin parar, ya sin prestar atención. Nunca pude volver atrás por mi valija, ni por las ropas que fui perdiendo en el camino, ni pude saludar al niño que me regaló una sonrisa. Corría desesperada, por llegar y ver, de punta a punta la ventana principal sin fragmentos. Quería averiguar a donde iba este tren.

Llegué por fin al último vagón. ¡Torpe! Tropecé. Lastimé mis piernas y mi cabeza. Me levantó un caballero de larga edad. Lo miré firme a los ojos, con miedo de primera vez. Me abrazó ligeramente entrelazando sus dedos tibios.

Ahí supe que mi viaje había terminado.

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