La carta de Holmim

La carta de Holmim

Paolo Romero

11/07/2017

Tengo un cofre lleno, repleto de aventuras en boca de cuentistas histriónicos, algunos con talento, otros con historias de abundantes momentos. Si quiero darme una vuelta por el paso de la vida solo he de abrirlo y explorar sus posibilidades, viajes, gritos e introducciones, luchadores nocturnos por un galardón en el vientre de mis ojos. El brillo procedente del recinto infinito, ¡ah sí, del cofre ornamentado, como recinto infinito de tantas situaciones no sentidas!

Sé por teoría que el cuentista vive para ser escuchado. Cada Intocable (así se hacen llamar desde tiempos inmemoriales quienes – al salir de cofre – tienen en sus labios el arte de contar historias vívidas) tiene un nombre que no quiere llevar a ignominia, una excusa para no ser olvidado. Siento sueño cada vez que me agota la experiencia. Y he de admitir que últimamente los cuentos no han estado a la altura. Historias sosas se repiten, desecho Intocables vez tras vez y mis ojos no hacen más que pestañear. Tus amigos me han decepcionado. Han llamado a mi incredulidad un recurso pro sueño. Se han aprovechado de mi tiempo. Eso me irrita grandemente, me quita el entusiasmo en cada despertar. Mas tengo esperanzas. Quiero pensar y escuchar el mejor cuento de todos. Intuyo que un día sentiré nuevamente mi sangre en la cabeza. Intuyo o recuerdo el momento en que mis pasos anduvieron por rutas indómitas. Intuyo o recuerdo, tal vez, que en algún momento me ericé de emoción y sentí lo indecible. Lo inverosímil te llevará a la verdad, y la verdad encenderá tu interior, dijiste. ¿Lo recuerdas? Tal vez solo soy yo intentando animarme para no perder la sensibilidad en mis dedos. ¿Me estoy haciendo preguntas? ¿Estoy empezando a olvidar? ¡Necesito satisfacer la curiosidad que me impusiste con tus últimas palabras!

Ayer dormí en el espacio y floté como las hojas de otoño, sintiendo al viento frío envolver mi cuerpo como una larga bufanda en espiral. Me acurruqué por dentro ante el afán desobediente de mis brazos cansados, pausando respiros, con ansias por abrir los ojos; imaginando mi habitación blanca, tan sencilla e infinita, como un colosal campo blanco ausente al tacto, libre de barreras a excepción del suelo al que me hallo ligado cuando estoy escuchando mis cuentos. ¿Cuántos años he dormido? ¿Cuántos siglos anduve en el limbo? Mi ayer ha sido largo.

Duermo y vuelo cuando estoy perezoso. La mente me esquiva y todo es tan negro y misterioso. Antes de ser abatido, me pregunto si este será mi último descanso. Por un instante siento miedo, pero me dejo llevar y empiezo a flotar de nuevo. El aire es gentil y arrullador, como la voz de mi abuela aquella fría noche del 98, seis días antes de su desdichada partida rumbo a la inexistencia. No recuerdo si era viernes o acaso el fin de semana más largo de mi vida. Mi cabeza se ha hecho vaga. Pero entre tantos segmentos y aportes sin valor por separado veo claramente tu última historia, que me da protagonismo y me sienta al lado de la sabia señora. No sé lo que quiere decirme. Es cuestión de lenguas, pero no me quejo. Tengo en la cabeza sus manos temblorosas, sintiendo mi pelo, acariciando mi espíritu por primera y última vez. Lo hace con paciencia, para enseñarme una lección del tiempo, de cuánto puede herir la gravedad. Quiero pensar que me susurra suavemente: «no bebas mucho, evita las fiestas patronales y vive de tu herencia, la que tanto me costó construir a mí y a tu abuelo cuando aún éramos jóvenes y podíamos retar a los excesos». Sé que no me lo dijo pero me he hecho la idea. Es una de mis historias favoritas, realidad en mi mente tardía. Sí, siento la transliteración recorriendo mis cavernas, llegando en cuentagotas al lecho de mi ser, formando palabras amables, melodías significativas. Y agradezco a mis dichosos y entrometidos sentidos, ojos y oídos, a veces tan retorcidos, a veces tan fieles testigos del momento, momentos detrás de la puerta, revuelos de habla confidencial. Registros de sandeces, pasado y heridas incurables.

Has captado mi atención. Me he sentado a esperar como en toda ocasión, pero ansioso esta vez, por oír lo que me tengas que contar. ¿Tendrás algo relevante, que me mantenga en vilo? ¿Qué destino me habrás de escribir con tus labios? Has tenido suerte Ezra, hasta ahora. Sorpréndeme, completa el Déjà Vu.

Holmim.

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