Querido amigo:

Te escribo para contarte cómo ha ido el viaje a nuestra nueva casa.

Supongo que ya sabrás porque nos hemos visto obligados a dejar nuestro hogar. A mucha gente alrededor del mundo le ha pasado lo mismo y seguramente a ti también te pasará tarde o temprano.

Como sabes, el nivel del mar ha estado subiendo desde finales del siglo pasado. La línea de costa estaba mucho más alejada cuando mi padre tenía mi edad. Hay barrios enteros de la ciudad que ahora están bajo las aguas.

¿Sabes qué es el ártico? Era un lugar muy frío al norte de la Tierra. Quizá hayas visto fotografías de osos polares. Pero ya casi no queda hielo.

Pues bien, se acerca el verano y el agua está cada vez más cerca de nuestra casa.

Por eso hemos conseguido que nos trasladen a Madrid.

En el tren empiezo a escribirte esta carta.

Estamos mis padres, mi hermano pequeño y mi abuelo, que tiene casi noventa años y ha visto muchas cosas.

Nos está contando cómo era todo cuando era más joven. Dice que entonces uno podía ducharse todo el tiempo que quisiera: cinco, diez, quince minutos…No había cortes de agua. Y no estaba mal visto. Tampoco se apagaba la luz a media noche.

Pero lo que me parece más increíble es que cada persona poseyera un coche. ¡Anda ya! ¡Y con gasolina! No me imagino cuánto puede costar un litro hoy en día, no creo que mucha gente pudiera pagarlo.

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Yo creo que desvaría un poco, porque está viejo. Pero mi padre asiente con la cabeza, tristemente.

Nos asomamos a la ventanilla y vemos pasar un paisaje desértico. Mi madre dice que le recuerda a las películas americanas, pero yo no sé de qué habla porque casi nunca encendemos la televisión o vamos al cine.

Mi padre dice que en el sur están peor.

Mi abuelo dice que esta tierra se llama “La Mancha”. Y yo sé lo que es porque he oído hablar de Don Quijote en la escuela.

Vemos muchos molinos, pero son de los que producen electricidad en vez de moler el trigo. Porque aquí ya no crece nada. Y me imagino que son gigantes blancos que nos saludan al pasar, girando los brazos

.

Es la hora de comer. Nos habían dicho que la comida en el tren era buena, pero es más de lo que yo esperaba.

El tren pasa por delante de un vertedero. En mi ciudad hay uno cerca de la playa, con un montón de plásticos que el agua arrastra hacia la orilla.

Aquí hay mucha chatarra y piezas de coche. Y personas buscando algo que poder vender. Mi padre me señala el montón de móviles que hay a un lado. Y explica que hace treinta años la gente cambiaba de móvil casi cada año, incluso aunque funcionara.

Le pregunto por qué iba alguien a tirar algo que sigue funcionando.

Con pesar, me explica que cuando él tenía mi edad las cosas se fabricaban para que no duraran. Literalmente, los aparatos estaban diseñados para fallar al cabo de un tiempo determinado.

O, si eso no funcionaba, se innovaba continuamente para que la gente percibiera que sus productos estaban obsoletos y necesitaran comprar los nuevos.

Me habló de un sistema lineal, en el que se producía ilimitadamente en un planeta con recursos limitados. En el que una vez terminada la vida útil de los productos, se convertían en basura, en lugar de aprovechar sus materiales para fabricarlos de nuevo.

No lo entendí del todo. Pero sin embargo pregunté dónde encajaba lo que me habían enseñado.

—Pero todo cambió, ¿verdad? Después de la guerra…

El rostro de mis padres se ensombreció, como siempre que recordaban la contienda.

Esta vez fue mi madre la que habló. Y todo lo que dijo yo ya lo sabía, claro, porque me lo habían explicado mil veces en el colegio. Pero te lo copio por si acaso a ti no.

Habló de la guerra que había habido antes de que yo naciera. La Guerra del Petróleo la llamaban, porque literalmente los países se pelearon por la última gota.

Pero tuvieron la suficiente sensatez como para no usar armas nucleares, aunque casi acaban con los recursos del planeta.

Cuando terminó, se dieron cuenta de que si seguían así el mundo acabaría pronto y que obligatoriamente tenían que virar hacía un modelo más sostenible, hacía una economía circular en vez de lineal. Estaba en juego la supervivencia de la raza humana.

Pero ya era demasiado tarde.

Y mi hermano, que estaba escuchando medio dormido, pregunta:

— ¿Y por qué no lo hicieron antes?

Y nadie le contesta.

Y por fin vemos Madrid, a lo lejos: la capital de la Región Ibérica.

Mis padres y mi abuelo ya habían estado allí antes de la guerra, pero ha cambiado mucho, claro, como todas las ciudades.

El tráfico rodado ha desaparecido de la superficie. Solo circulan vehículos autorizados por el subsuelo. Las calles son espacios verdes donde caminar e ir en bicicleta. Y cada comunidad tiene sus propios huertos autogestionados.

Se parece a Valencia, pero sin la amenaza del mar en tu puerta. Y hay más servicios y los hospitales son mejores.

Comienza a llover cuando llegamos a la estación.

Y una voz anuncia que la temperatura exterior es de 43ºC, la calidad del aire es “correcta” y está lloviendo con una acidez del 50%.

Antes de bajar nos ponemos los chubasqueros protectores, y mi hermano se pone la mascarilla por si acaso. Porque tiene una enfermedad pulmonar, como tanta gente.

El abuelo nos observa con semblante serio.

Creo que está disgustado porque cuando era joven creía en el progreso. Que él había vivido en un mundo mejor que sus padres, que sus hijos vivirían mejor que él, que sus nietos vivirían mejor que sus hijos…Y en algún momento eso se truncó.

Antes de bajar, mira hacia atrás.

Y hace una síntesis en tres palabras, que murmura para sí:

—Podríamos haberlo evitado.

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