Un perro olisquea la esquina del apeadero. Es el chucho de Julián, un trotamundos rebelde que no parece tener dueño. Le acaricio la cabeza cuando viene a mí. Tiene el pelo áspero y sucio, pero me agrada su calor y su agradecimiento.

La sala de espera está vacía a estas horas de la madrugada. Todo está vacío y en silencio. Las vías también. Me siento en un banco de madera carcomida que me conoce desde niño. Y espero.

Por fin lo voy a hacer. Por fin subiré a un tren que me dejará en la otra orilla de mi vida, en la auténtica, en la verdadera, en la que quiero vivir. Mil kilómetros me separan. Se puede medir en horas, y no llegan ni a doce. Ni medio día. Dos años preparando, ahorrando, diseñando y soñando este viaje.

Me voy para no volver más. Mi madre se ha quedado llorando. Aunque le he dicho que vendremos de vez en cuando, en vacaciones, no ha hecho mucho caso y ya me ha dado por perdido.

Son las cuatro y diez. A y veinticinco debe llegar el tren de las cuatro y veinticinco. Ahora estoy a quince minutos de subir a él y en menos de doce horas me dejará de patitas en mi futuro.

Me recuesto y estiro las piernas, cruzando los pies, sonriendo complacido con mi logro. Saco el billete que compré ayer y lo acaricio convirtiéndolo en metáfora, pensando en quien voy a acariciar mañana. Vuelve el perro, que ahora entra en la sala y se me acerca. Me conoce porque somos vecinos en el pueblo. Vuelvo a acariciarle y se echa a mis pies.

La noche parece cada vez más noche y la luna ni siquiera se ha dignado aparecer para despedirme. Es igual: al otro lado también me la encontraré. No importa adonde vayas, la luna te perseguirá.

Se empiezan a oír los gallos en el pueblo. Ha empezado uno y detrás han ido los demás, hasta formar estruendo. Y como si hubiera sido un despertador, empiezan los perros a ladrar, todos como llamando al día. Y entre gallos y perros han despertado a los gatos, que ahora, en enero, andan buscando amor. Una sinfonía de mil tonos se eleva sobre el frío. Huyó el silencio. Será la última vez que oiga esta serenata de perros, gallos y gatos. El tren sigue sin oírse. Las cuatro y cuarto. Una eternidad de diez minutos todavía.

Hasta ahora no he caído en el frío que hace. Me noto las manos heladas, y la nariz parece que se romperá si me la toco. Y aún me siento más fríos los pies. Los meto debajo del cuerpo del chucho y su calor me alivia un poco. En la sala hay un radiador, pero ya sólo es un adorno y recuerdo de cuando el apeadero fue estación de verdad. De esa época en que yo salí por primera vez del pueblo. De la mano de mi abuela. A Salamanca a pasar el verano. Y luego, durante años, fui testigo del avance de la estación hacia su decadencia, una decadencia que ahora se veía esplendorosa y completa. Pero siempre habían sido viajes de ida y vuelta. Éste era distinto: sólo de ida.

Los cristales se han ido empañando a medida que el frío ha ido creciendo y yo respirando. Valdrá la pena soportar fríos y calores y esperas.

Se oye, de pronto, un pitido profundo, agudo y largo. Es el tren. Y como si fuese una orden, cesan los ladridos, y los maullidos y los quiquiriquíes a un tiempo.

Me levanto y salgo al andén. Cuando subo al tren, una emoción sin matices me invade. Me siento poderoso. Ahí estoy, contra viento y marea, contra padres y amigos. “Estás loco”, me decían. Sí, estoy loco por vivir mi vida. Y el tren, ignorante de locuras, enfila hacia ella.

No puedo dormir. Miro por la ventana pero no veo más que noche. Y en la noche empiezo a pintar mi futuro. Un futuro a su lado. Un futuro tan hermoso que hasta me da miedo.

No son ni las cinco de la tarde cuando llego. Otra vez de noche. Busco una cabina. La llamo. Se sorprende. Quedamos. Una explosión de nervios me recorre a latigazos cuando cuelgo. En quince minutos nos veremos. En quince minutos le diré que lo conseguí. En quince minutos le diré que vengo para quedarme a su lado. En quince minutos llega. En quince minutos me dice que se casa el mes que viene. En quince minutos se deshace mi futuro. En quince minutos se desangra mi presente.

Dos años sin preguntar, empeñado en ganar este viaje. Dos años invertidos en una quimera. Dos años perdidos, tirados en una avenida de una ciudad desconocida. Dos años deshechos en un vagón de tren sin nombre. Dos años malgastados día a día. Dos años para morir una vida.

Cuando bajo del tren, a la vuelta, el podenco de Julián me recibe ondeando la cola y yo paso a su lado sin mirarlo. Se me acerca. Tan maloliente como su dueño. Ladra y corre cuando le doy una patada en el hocico. Enfilo la carretera al pueblo. No sé qué diré a mi madre, pero seguro que se pone contenta de verme. Oigo a mis espaldas el runrún de un tractor. Es Víctor, que no sé de donde viene con este frío. Me saluda con un gruñido.

—Sube, que te van a salir sabañones en las orejas. ¿De dónde vienes? ¿De Madrid?

Hago el trayecto al pueblo en tractor, contando mentiras a Víctor. Intentando contármelas a mí.

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