Viaje al más allá en un 600

Viaje al más allá en un 600

Cuando regresaron al improvisado campamento, doña Elvira ya era una bella durmiente. Yacía serena, lívida, con la mano derecha crispada sobre el corazón. Don Torcuato le buscó el pulso, cogió un espejo de la guantera del seiscientos y se lo acercó a los labios.

—Tu madre está muerta —dictaminó en un suspiro.

Doña Almudena, ahogada en un grito, quedó petrificada con ojos de protagonista de cine mudo. Luego se hizo un ovillo sobre la difunta, cubriéndola de besos y abrazos. Un llanto inconsolable, la humedad de lágrimas compartidas…y el silencio. Lamentó que su madre hubiera muerto en la más completa soledad, y recordó el comienzo de aquella excursión.

Su marido le comentó una noche:

—Almudena, ¿has visto el puente que tenemos en dos semanas?… ¡Qué digo puente…un auténtico acueducto!…El viernes festivo, y el lunes también: cuatro estupendos días para estrenar la tienda de campaña.

Dicho y hecho. El matrimonio con su hijo de ocho años, Luisito, y doña Elvira montaron en su seiscientos rumbo a la sierra de Guadarrama, el viernes, al despuntar el alba. Recorrieron kilómetros ,montaña arriba, hasta encontrar un claro en el que decidieron acampar. Cuando se apearon del utilitario en aquel universo de cielo azulísimo —poblado de pinos, robles y praderas alpinas— evocaron el lejano laberinto de edificios y adoquines de Madrid. Después montaron la tienda. Don Torcuato ejecutó, mientras su cónyuge declamaba—con gesto de heroína de melodrama—las detalladas instrucciones que acompañaban al invento. Luisito, palo en mano, y a pisotones, se convirtió en improvisado explorador de bichos y plantas. Hormigas y saltamontes pasaron a engrosar su ejército personal de esclavos.

Torcuato, ¿dónde has puesto las tortillas que te pedí que sacaras de la nevera?

— ¿A mí? ¡Que ocurrencias! Yo no he cogido nada. ¡Esas son tareas de mujeres!…

Decidieron bajar al pueblo cercano con Luisito. Doña Elvira quedó al cuidado de aquella casita de tela que con tanto esfuerzo habían levantado.

Al volver, su madre ya no estaba en el mundo de los vivos. Cuando la hija recuperó el habla, entre lloros, no paraba de musitar: “¡Avisa a la Benemérita!”

—Querida, ¿tú quieres ver a tu pobre madre cortada en rodajas, como una vulgar mortadela?…porque, para que lo sepas, así terminará después de una autopsia.

—No, claro que no,…con lo creyente que …era… ¿cómo va a resucitar mamá hecha pedacitos?

—Imagina las preguntas, el papeleo… ¡un calvario!

Vamos a llevarla a su casa. La tumbamos en su cama, llamamos al médico de cabecera y todo solucionado. Tu madre padecía del corazón y ha sido eso: una muerte natural.

El ojo de don Torcuato se posó en la corpulenta suegra; calculó tamaños y concluyó, que según las leyes de la física, doña Elvira sólo podría ser trasladada sobre la baca del seiscientos…y envuelta en la tienda de campaña. ¡Lástima de tienda—reflexionó—darle aquel uso de improvisada mortaja!

Entre los tres izaron el cuerpo hasta la baca, en un esfuerzo sobrehumano, y reforzaron el bulto con varios pulpos.

Viajaron atribulados y en silencio, como si en todo momento tuvieran presente la carga que portaban. El yerno concentrado, para que no se escapara la suegra en una curva. La hija entre suspiros y llantinas, y el nieto martirizando a un saltamontes, preso en una caja de cerillas.

Al llegar a su domicilio aparcaron el coche delante del portal y subieron los cachivaches de la frustrada excursión. Cuando bajaron los esposos comprobaron, con estupor, que el seiscientos había desaparecido.

—Querido, ¿No querías ahorrarte trámites y papeleos?… ¡Pues te has dejado las llaves puestas!…

En comisaría denunciaron el robo del seiscientos, aunque callaron la desaparición de doña Elvira. Salieron, en una moto prestada, a recorrer todo Madrid. Visitaron desguaces, estraperlistas , receptadores y usureros… La hija con dos letanías en los labios: “¿¡Pobre mamá, dónde estará¡?” y “¡Torcuato, nos va a caer la reja encima!”. El preguntaba por doquier: “¿Han visto un SEAT 600 blanco, matrícula M 15715?”.

A los cuatro días apareció el coche, abandonado en un sembrado de melones de Villaconejos, sin difunta, ni tienda pero con una nota sobre el volante: “Por el paquete no tengan cuidao. Quedó una noche a las puertas de un cementerio para que tuviera cristiana sepultura”.

— ¡Cuánto lo siento! —musitó don Torcuato al leer la nota.

—Por la pobre mamá—puntualizó su mujer­.

—Por la tienda. Era de importación, nuevecita, y hay que seguir pagando los plazos.

Ocurrió en junio de 1969… Todavía hoy, doña Almudena, a falta de una tumba donde visitar a su querida madre, le rinde homenaje en la intimidad de su dormitorio. Sobre el tocador una enorme fotografía de doña Elvira —bella y etérea—preside un altar de estampitas milagreras, rosarios y gladiolos blancos. Cada noche enciende una vela, busca una estrella en el cielo y le lanza un beso de despedida.

Mientras, su marido terminó los pagos de la tienda de campaña y compró a plazos una lancha fueraborda. Su siguiente excursión fue a la playa, en el seiscientos…El aire de la montaña no era bueno para la salud… ¡Bien lo comprobó la pobre doña Elvira!

FIN


EPÍLOGO:

Homenaje al seiscientos, auténtico protagonista de este relato, y de inolvidables recuerdos de varias generaciones de españoles.

El Fiat 600, diseñado por el italiano Dante Giacosa, fue presentado en el Salón del Automóvil de Ginebra de 1955.

El 27 de junio de 1957 SEAT sacó la primera unidad del que se convertiría en el coche del pueblo español: el Seat 600, que se produjo entre 1957 y 1973, bajo licencia de Fiat. Se fabricaron unos 800.000 y la lista de espera para obtenerlo era de casi un año.

En 1971, uno de cada cuatro españoles tenía un Seat 600. Su precio era de 65.000 pesetas (unos 390 euros) y se convirtió en el símbolo del desarrollo económico español.

En 1967 el diario “Pueblo” le dio el título de Figura Nacional. Le llamaron la “pequeña casa rodante del sufrido Juan español”.

Sus nombres: seiscientos, pelotilla, seílla o seíta. También el “ombligo”, porque todo el mundo tenía uno.

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