Os voy a contar una historia curiosa, la de una gota de agua en la inmensa extensión del océano. Es posible que se sintiera sola y desamparada. Le separaban cientos de kilómetros de donde era su hábitat natural. Se sentía presa de su propia voluntad, y más siendo forzada por los elementos. Se diría que hasta podría ser una voluntad enfermiza.

Desde su puesto de vigía cruzaban infinidad de buques; enormes y lujosos transatlánticos y hasta pesados y lentos cargueros. Se encontraba en la más importante línea de comunicación de paso dentro del servicio regular intercontinental. Fácil hubiera sido para ella prenderse de algún casco de las naves y viajar a territorios como la vieja Europa o la novedosa América. Pero ella se mantenía en su puesto impertérrita, como si algún cambio en su existencia le pudiera provocar un importante desajuste del que sería imposible reponerse.

Los recorridos de cada una de las naves tenían un horario riguroso y ella se había acostumbrado a sus enormes planchas metálicas enrroblonadas que perfilaban una línea recta en el mar, como queriendo decirle que ésta vez había pasado su tiempo y su gran ocasión.

– Pasarán más embarcaciones cada uno de los días venideros. -Dijo ella-

Pero mientras tanto era el ser más solitario en un ámbito de homólogos. Ella era la primera en anunciar la venida de un barco, ¿para qué?: para nada, ¡si también era la primera en perderse la ocasión de adherirse a las paredes como una lapa!

Hasta que un buen día empezó una gran tormenta, desdibujándose las estelas de los barcos. Y empezó a llover, tanto, que no se sabía quién era quien. Las gotas de agua se multiplicaban por cientos, por miles, pero sólo una de ellas destacó porque se mantuvo en su puesto, para viajar tan sólo con la ilusión de poder hacerlo.

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