En el metro cabe todo y caben todos.

Esa recién divorciada, que busca al vigilante de seguridad, le encuentra y le dice: —“espósame”—. El invidente, que no puede llevar la cabeza levantada de soberbia porque ambas condiciones son del todo incompatibles. Y esas gaviotas mormónicas, ayudando al ciego a entrar en el vagón, ajenos al hecho mismo de que los hilos que les manejan se tejen y se mueven a costa de su bondad. Esos músicos con aire de hippies desgastados, entonando la típica canción a la cual solo hace falta escuchar durante unos segundos para que te persiga durante el resto del trayecto y del día. No importa con qué ahínco te tapes los oídos, se acabará deslizando por tus labios por más que tú intentes mantenerla encerrada y dando vueltas entre tu cráneo y tu lóbulo temporal, como una fiera salvaje encarcelada y hambrienta. Tarde o temprano alguien te escuchará y parecerás un auténtico analfabeto musical. ¿Y qué decir de esos adolescentes ebrios colgados de las barras del vagón, adoptando posturas simiescas propias de un documental de Jane Goddall? Vociferan y se sacuden el sudor y las hormonas, mientras éstas salpican de un modo imperceptible al ojo humano las nalgas que sobresalen de los exiguos pantalones de las de su misma edad, ésas que están sedientas, tanto como ellos, de miradas ajenas. Ese hombre que lleva más de dos horas cambiando de línea y observando a las mujeres de cualquier condición, todas merecen su atención por el hecho de que ninguna es su esposa. Quizás no sale a la superficie no porque no quiera sino porque su memoria, que empieza a parecerse a una bombilla vieja y floja emitiendo destellos aleatorios a punto de extinguirse, no se lo permite. Caben también los párrafos amputados de historias más largas y los poemas de Lorca y Gloria Fuertes. Y alguien que les presta atención dedicándoles, con aires de autosuficiencia eso sí, el excedente de su saldo de horas de vida, aún positivo. Caben, cómo no, los olores a metano humano, a zapatas recalentadas, a monóxido de carbono y a glándulas sudoríparas trabajando sin descanso desde que amaneció. Gente que sube escaleras y otros que las bajan. Los que obstaculizan el lado izquierdo en su despiste provinciano, sin darse cuenta aún de que su sitio está en el carril de lentos, a su derecha. Ascensores de tan corto recorrido que ni la claustrofobia se decide a colarse entre sus angostas cuatro paredes. Cintas mecánicas que transportan pedazos de carne, tetrabricks fabricados en serie. Caben los que se sacan los mocos con ineficaz disimulo, los que duermen con la cabeza ladeada devolviendo minutos robados al sueño de la noche anterior. Los que buscan una mirada cómplice y los que ya no buscan ni esperan nada. Caben la profesora que desde hace dos años está en el paro y mendiga con esa capacidad de retórica que sus alumnos nunca supieron valorar. Merece un mejor empleo. La latina que vende chupachups Boom colombianos, extragrandes y con chicle dentro, el padre de familia que ofrece Klee-nex de usar y tirar a cambio de la voluntad, y la pareja mayor en la parada de Sol, él tocando el violín mientras su mujer -o su hermana- le sostiene la partitura. Lo hace con la misma elegancia y delicadeza que si estuvieran dando un concierto en la Ópera de Viena. Melodías sin edad y sin tiempo aplacando el ruido metálico de las escaleras mecánicas que siguen subiendo y bajando sin parar hasta que se estropean, y entonces todo el mundo recuerda que tiene piernas. Caben los culos planos y los respingones, las mujeres orondas y las “poca cosa”, las pieles blancas, negras, sonrosadas y las color aceituna. Las piernas largas y las cortas, los pelos lisos y rubios y negros y rizados. Los rostros afilados y los redondos, las narices aguileñas, las prominentes y las discretas. Los ojos que miran directamente, y también los que miran de soslayo. Las cejas perfiladas, las tatuadas, las pobladas y las despeinadas. Nacionales, inmigrantes y apátridas. Tripas planas y vientres hinchados, embarazadas, viejos de pie y jóvenes sentados.

En el metro cabe todo. Y cabemos todos.

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