A las ocho de la noche miró su rostro. Estaba cansada, llena de arrugas profundas que la poseían. A esa hora la metástasis de la madre dijo “yo me la llevo” o quizás fue la bronquitis, los recuerdos, la verborrea. No sé cómo describir el último día de mi vida o el peor, pues tras una cadena de accidentes recuerdo que en ese lugar me quebré.
Era octubre y el cielo estaba ambivalente, no era ni gris ni tampoco claro. Paulina se levantó junto a la cama de Ariela y ésta le preguntó: ¿Hija me voy a morir? Y ella le dijo: Sí. Hace una semana atrás se había roto la pierna de un porrazo o tal vez por la porfía, el salvajismo de querer mirar por la ventana del living.
Tocó su mano que parecía blanda. Palpó su piel que se veía transparente. Miro sus uñas y creyó que eran las de un artista, entonces comenzó a pintárselas. Una a una como un concierto de piano durante la guerra fue zurciendo su muerte. Cada una tenía un perfil delicado, finos dedos blancos, perfectos. Cuando llegó a la última notó que parecía más dura de lo normal y fue a buscar quita esmalte para volverla a decorar. Se levantó, se sentó de nuevo. Salió al patio y gritó, luego dijo: ¡Se fue todo a la mierda! Y es lo único que recuerda después de haber estado tres meses en estado de shock en casa de su prima.
Algunos dicen ¡Chile la alegría ya viene! Otros están llenos de tumores cancerígenos que los transportan como zombies esperando su recompensa. Ese día, Paulina se rajó como un pedazo de tela vieja, desgastada; aquél día el país se quebrajó, todos nos desgarramos. En ese momento, fue a comprar pegamento para juntar lo roto, pero las partes no calzaron, ni el ataúd, ni la gente preguntando tonteras, ni el funeral, ni la tierra. Ese día supo que pertenecía a la generación del silencio, del aguantar, de la transición, porque era un trance ver sólo en blanco y negro, no poder reconocer los colores ni las personas.
Justo en el medio se trizó. Sus ojos se oscurecieron. Nunca más se rió con ganas, desde bien adentro y lo que antes era una mierda ahora lo era más. Ese periodismo barato que le dictaron en segundo año estaba sepultado en tierra. No sabe si miró los colores, la escena o a las brujas que la venían a buscar para controlar su vida. No tiene idea si estuvo en coma o se lo inventaron. Sólo cree que cuando va al cementerio Metropolitano ve una fecha y un nombre parecido al de su madre: Ariela Morales Vergara.
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