Después de varios daiquiris (solamente porque suena bien el nombre del cóctel en sí y envía una idea de unas vacaciones sobre un espíritu libre entre unas palmeras y playas salvajes al lado de la gente de pieles exóticas y ojos negros que te atraen miles de veces más, y solamente porque un tal Hemingway era supuestamente una de las mejores figuras literarias, a pesar de que aún haya gente que no sabe siquiera qué es “Un viejo y el mar”, y tomarse algo, que solía tomar él, sería – “tener clase”), Johansson decidió enloquecerse y perder la rutina un ratito en un bar local a las afueras de Estocolmo. Aquel daiquiri tampoco era un daiquiri de verdad, tenía pinta de un mojito aunque no llevaba nada de caña sino más bien algo parecido al azúcar refinado en un zumo de un limón pulido a tal manera, que apenas tenía una piel como debería de tenerlo un limón normal de verdad. De hecho, aquel cítrico exprimido se parecía tanto a él, que le daba más pena y más ganas de hundirse en la última copa la que era una x entre tantas que venían después. Hasta que se quedó dormido, abrazando la mesa como si ésta fuera una almohada. El propietario del bar era un refugio suyo (su primo tío no sé qué) el que jamás hubiera querido problemas con la policía por molestias de un amigo poco borracho, y para evitarlo, esta noche cerró el local antes de tiempo, con excusa de poca clientela, a pesar de que hubiese tenido que empujar a bastantes clientes deprimidos y ahogados en nostalgias propias, dando palmadas en los hombros sí, sí… mañana un día nuevo. Sí… sí… Llueve. Que sí, iremos de pesca, y tal y cual, y poco más para que abandonen el lugar “pero ya”.

Mientras los vasos y platos limpios intentaban encontrar a su sitio correspondiente, Steven estaba preocupado por su pariente, eran amigos desde pequeños. Y decidió hablar cara a cara con Johansson mañana por la mañana, a pesar de las inevitables jaquecas que éste segurísimo iría declarándolas, e intentar ayudarle, ya que, por lo visto, bebe cuando algo pasa.

La toalla se acomodó encima de la barra de roble, pero el cuerpo atlético aún no se tranquilizó. Cogió la escoba y empezó a desahogarse con ella de izquierda a derecha. Al fin y al cabo, dentro de poco la luz se apagó y «los dos amigos» se escondieron detrás de la noche de un simple miércoles-jueves para volver, o tal vez encontrar, a un mañana algo diferente o – más probable – igual de siempre.

– Mi cabeza, – así saludó Johansson a su queridísimo amigo. – ¡Por Dios! Mi espalda…

– Buenos días a ti también, – entre tazas de café se escuchaba una voz alegre. – Un poco de cafeína y te pondrás bien.

Dentro de un par de minutos Johansson estaba bien atrapado en la mirada de Steven. Era la hora de dar alguna explicación:

– Mira. Te digo gracias. Pero no me vengas con sermones. Tampoco contraatacaré con mis porqués, – se sinceró Johansson, dando bailes a su cucharita en las perfectas proporciones de un espumoso expreso.

– Vamos. ¿Qué te pasa Johan? ¡Tío, dímelo ya!

– Me marcho. Me marcho de esta esclavitud civilizada, amigo. Ya no puedo más.

-Jamás se había marchado antes, ni tampoco se va a ir a ninguna parte ahora. Siempre dice la misma tontería después de unas broncas familiares, dentro de un par de días volverá a casa y viviremos felices para siempre hasta la siguiente resaca suya, – se desahogaba la mujer de Johansson a través del teléfono, intentando eliminar las preocupaciones de Steven, quien decidió avisarla por si acaso, cuando Johansson le había abandonado con un par de simples gracias por todo.

En el mismo bar, después de un año, por la noche de un simple miércoles-jueves lluvioso, el dueño del local se emborrachó de falsos daiquiris-mojitos y se quedó dormido encima de una postal con palmeras y una preciosa playa salvaje. En la otra cara de la postal un tal Johansson mandaba un saludo a un tal amigo Steven. Entre unos frescos y melódicos ronquidos, se escapó un par de silabas torcidas e inocentes:

CU – BA”.

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