Qué silenciosa es Hiroshima. La ciudad camina de puntillas empujada por las sonrisas sin voz de sus hijos. Se escuchan solo los pasos de los viandantes y algún trino extraviado en el cielo. En mi visita, me envolvió entre sus garbosas avenidas, que tienen ese tufo a historia amordazada por modernidad.
Y silencio, maravilloso silencio.
En Hiroshima conocí el silencio. Él me miró con resquemor, sabía que yo soy un extranjero bullicioso, latinoamericano al fin, que llegaba a profanar su estirpe de cristal. Hoy, años después, creo que nunca me aceptó, sonreía por compromisos heredados. Quizá también por lástima ante la insuficiencia de mis palabras.
Y silencio, maravilloso silencio.
Desde que llegué, noté que los adoquines respiraban tristezas evaporadas por el tiempo, delicados suspiros que se pierden en una miríada de zapatillas. Colores y más colores. Pero que no son colores. Que son grises. Que son opacos.
Y silencio, maravilloso silencio.
El gran protagonista: el río Ota. Él, magnánimo, flota ingrávido, con sus heridas inolvidables y lágrimas indisolubles. Ahí está. Parsimonioso. Altivo. Se desmaya sobre las entrañas de edificios que parecieran sacudirse el polvo del pasado. Recibe con ternura cada una de las miradas inocentes que lo acarician.
Y silencio, maravilloso silencio.
No me detengo. En cada esquina hay efigies y monumentos para la paz. Palabra repetida, anhelada, grito en el corazón sin vida de un árido paisaje de esperanzas frustradas, cachetada a la parca que decidió descansar sus fatigas en los recuerdos de los locales.
Y silencio, maravilloso silencio.
Allá crucé umbrales mudos. Caminé hacia arcoíris sin nombre. Estaba solo, tan solo. El cielo me susurró angustias, lamentos que no fueron, óxidos del alma que de vez en vez destrozan a quienes saben escuchar. Lo vi en sus rostros, en el de él, en el de ella.
Y silencio, maravilloso silencio.
Lo supe en aquel majestuoso museo: la vida murió un poco ese día. Se detuvo en aquel reloj. Los segundos ya no volaban libres por las cornisas de la entelequia, ahora se arrastraban entre tanta oquedad. Y ahí yace. Perfecto. Como si nada. Inerme. En paroxismo. Casi como si esperara que fuera mentira, que aquello no ocurrió.
Y silencio, maravilloso silencio.
El triciclo aún se percibía entre la herrumbre. La llama lo conservó, pero no porque fuera piadosa, sino más bien porque es torturadora. Su villanía tuvo su cénit en aquel juguete. Y es que lo desfiguró, aplastó su dulzura, ahogó su refulgencia. Y, lo peor, nos lo dejó como trofeo, para echarnos en cara su perversidad.
Y silencio, maravilloso silencio.
Aún olía a fuego donde se carcajeó el little boy. El aroma de esa risotada era repugnante. Se sentía el vaho del odio que galopó tranquilo por esos caminos del oriente. Lloré. Pensé en tanto y en nada a la vez. Me abrazó una repulsión vibrante a la humanidad, a nuestra infinita capacidad de sin sentidos.
Y silencio, maravilloso silencio.
De pronto lo vi. Entre la maraña asfáltica estaba un rincón donde los luceros se negaban a apagarse, donde las querencias se transformaban y pintaban realidades en trozos de papel. Y fue precisamente la ignorancia la que me dio luces para entender la verdad de aquel exiguo templo: la voluntad es combustible inmarcesible.
Y silencio, maravilloso silencio.
En Hiroshima, el desparpajo de la muerte hizo añicos miles de papagayos. Después de agosto de 1945, estos surcaban el paisaje sin manos que los guiaran. Creo que vi algunos con sus tonalidades múltiples, cromatismo poético, señal celeste, alerta temprana.
Y silencio, maravilloso silencio.
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