Cuando mi marido me abandonó y se marchó con una mujer más joven, decidí que mi vida necesitaba un cambio. Después de mucho pensar, me di cuenta de que en ese momento de mi vida: mis hijos, ya mayores, no me necesitaban; mis padres, muy mayores pero sanos, tampoco me necesitaban; mi trabajo, muy aburrido y con mucha gente capaz de hacer lo mismo que yo, no me necesitaba.
Así que pedí una excedencia en la empresa, me despedí de mis padres, me despedí de mis hijos y a mis cincuenta y dos años: me compré una bicicleta de montaña, me renové el pasaporte, me saqué varias tarjetas de crédito, compré un buen saco de dormir, unas grandes alforjas donde metí lo mínimo e imprescindible…. y emprendí un largo viaje.
No informé a nadie de la forma en la que iba a viajar porque: mis hijos se habrían reído de mí ya que no me habían visto montar en bicicleta más de dos horas seguidas; mis padres se habrían preocupado por lo que me podía pasar viajando sola y ¡a mi edad!; en mi empresa pensarían que estaba loca y probablemente a mi vuelta no habría un puesto esperándome.
Creo que si lo hubiera pensado dos minutos no lo habría hecho, pero sinceramente no lo pensé. Fue algo impulsivo. Fue una necesidad.
Vivía en Madrid y salir de esa locura de ciudad me costó bastante. Me había agenciado unas buenas baterías portátiles para poder cargar el móvil y poder así usar el GPS para mi viaje. Fui por caminos y rutas ciclistas. A los diez kilómetros ya estaba agotada y por un momento pensé que estaba loca y que no sería capaz ni de salir de la ciudad. Pero algo en mi ego interno me hizo reaccionar y continué pedaleando, sin querer sentir el dolor del culo, el dolor de piernas, el dolor de espalda y el dolor de mi alma.
A día de hoy llevo más de cuatro mil kilómetros en mis piernas. Durante varios meses he viajado, siguiendo la maravillosa costa francesa, parándome en cada pueblecito costero, comiendo en pequeños bares y durmiendo en campings o directamente al aire libre en las playas. He atravesado Italia viendo las principales ciudades. He comido la verdadera pizza y los increíbles helados que me hacían más llevaderos los días de calor. He viajado en ferry para llegar a Grecia y he visitado los antiguos templos griegos que me han transmitido la paz y serenidad que necesitaba. He visitado varias islas idílicas como Corfú, la cual tenía ganas de conocer desde que en mi infancia leí a Gerald Durrell y su libro “Mi familia y otros animales”.
He tenido varios incidentes: una vez me robaron una mochila con toda la documentación y dinero mientras dormía en una playa. Afortunadamente la gente de la embajada Española en Italia, donde me sucedió, se portaron genial, me dieron asilo durante dos días hasta que solucioné todo los papeleos y me permitieron gestionar por teléfono con el banco el envío de nuevas tarjetas. El seguro de viaje que contraté me ayudó también cuando me puse enferma y tramitaron todo lo necesario para que yo pudiera estar en el hospital varios días. Varias veces he tenido que salir apurada por persecuciones de perros pastores. Pero en general puedo decir que he tenido mucha suerte y la gente se ha portado muy bien conmigo.
He visto tantos sitios, he conocido a tanta gente buena que lo único que puedo decir es que a día de hoy no quiero parar, no quiero volver. Mis hijos y mis padres se han alternado para venir a verme en varios de los destinos, aprovechando las vacaciones de verano o navidad. Con mis hijos quedamos en Italia durante la navidad, pasamos una semana maravillosa, y con mis padres quedamos en Grecia. Ya no están tan preocupados por mí, porque me ven bien.
Mi próxima parada es Estambul. No sé si podré seguir mucho más porque ya no me queda casi dinero. Quizás tenga que volver y trabajar durante otro tiempo para ahorrar y seguir conociendo mundo. Al fin he descubierto mi gran vocación. ¡Viajar!
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