El árbol del camino.

El árbol del camino.

Montoyido

24/06/2017

Tras más de siete horas de viaje, empezaba a pensar que todos los árboles del camino eran el mismo. Una y otra vez el maldito árbol aparecía, y le miraba desde el otro lado de la ventana del tren. Quizá algunos expertos en botánica defiendan que los árboles no tienen ojos, pero desde luego ese árbol, que eran todos y era uno simultáneamente, le estaba mirando.

Su mirada decía: Yo al menos pertenezco a este suelo, tú no perteneces a ningún lugar.

En los auriculares Lou Reed cantaba sobre la heroína. Siempre le había gustado escuchar música triste cuando estaba triste, se sentía como de niño, cuando bañándose en el mar de su ciudad natal, empezaba a llover: A nadie le molesta mojarse, si ya está sumergido en el agua.

Durante años, todo tipo de gente le había tratado de recriminar su afán por preservar sus momentos de tristeza, durante años familia, amigos, profesores, compañeros, habían tratado de hacerle sonreír cuando estaba triste, de hacerle reír para sacarle de su nostalgia. Y desde luego lo odiaba.

Nunca había podido entender qué hay de malo en estar triste. Era, sin duda, un regalo de los dioses. Era su derecho refugiarse en la melancolía, en el llanto llegado el momento. ¿Existía peor maldición que la de estar siempre feliz? No podía imaginar algo peor. ¿Cómo podría alguien apreciar lo alto de la cumbre nevada, sin haber trasegado por el oscuro valle? ¿Cómo podía un hombre saber lo que era el amor si no había sufrido por él? Esa y mil cuestiones le habían pasado durante años por la mente, y por eso no podía soportar a la gente que sonreía aunque no tuviera motivo para ello.

Un crescendo de viola le sacó de su ensoñación mística y repasó con la mirada el resto del vagón: apenas una decena de personas, silenciosas y cansadas, hastiadas por el largo viaje. Estaba seguro que algunos de esos hombres y mujeres serían personas interesantes, pero el vagón de tren tiene cierto afán democratizador, que convierte en una persona igual de gris al labriego que al de alta alcurnia.

No faltaba mucho para llegar a la ciudad. Era una sensación extraña, agridulce. Tenía ganas de ver de nuevo su antiguo hogar, su tierra. Echaba de menos el olor a salitre, el susurro de las olas, las miradas de la gente de la costa. Alguien que no lo ha vivido no podría entenderlo, pero algo te cambia en la mirada cuando vives junto al mar. Es fácil verlo una vez que lo entiendes; es amor. A veces es tenue como el calor de una vela en una habitación vacía, otras es fuerte como un incendio, pero siempre va a estar ahí. Y la mar, ¡ay, la mar!, es una mala amante.


Cuando bajó del tren no había nadie esperando por él, lo cual tenía sentido, dado que no le había dicho a nadie que venía. No le hubiera importado llamar a su familia, pero le gustaba la libertad de tener un rato disfrutando de la ciudad sin que nadie le esperara.

-¿Espera a alguien?-dijo una voz femenina- vengo de la calle y no parece haber nadie más de los que ya se han ido.

-No, no, para nada. Tan solo hacía tiempo que no veía esta estación, y me he quedado un poco ensimismado.

-Vaya, ¿llega a un sitio que conoce y no hay nadie para recibirle? Qué injusto. Si le apetece podemos tomar una taza de café.

No se dio demasiada prisa en girarse para contemplar a la mujer que le estaba hablando. Por lo aleatorio de la situación, un ávido lector de novelas podría dar por hecho que al girarse se encontró con una suerte de Venus esculpida en mármol, pero suele ocurrir que la realidad no es como las novelas.

No podría decir de ella que era fea, pero tampoco se le ocurría ningún adjetivo mejor. Un cuerpo espigado cobijado por una piel demasiado blanca para ser oriunda de esa tierra. Una nariz levemente torcida, punteada de pecas. Un pelo del color del trigo maduro, bastante descuidado. Su ropa decía poco o nada de ella, un vestido sencillo que había perdido su gracia, si acaso la tuvo, años atrás. Su mirada era lo único interesante, unos ojos verdes que le estudiaban de la misma manera que los suyos a ella. Debía andar por la treintena.

-No quiero entretenerla, imagino que tendrá cosas mejores que hacer.

-Claro, siempre hay algo mejor que hacer, pero no siempre una hace lo mejor, ¿no cree?

-La verdad es que me encantaría, pero tengo un compromiso importante, quizá en otra ocasión.- La frase hizo sonreír a la mujer, que se encogió levemente de hombros.

-Suelo estar por los muelles o aquí, en la estación. Espero que tenga suerte buscando lo que sea que busque.

-Espero que llegue pronto, lo que sea que tenga que llegar.


Mientras se alejaba de allí, le daba la impresión de que esa mujer y él se habían entendido a la perfección. Le apetecía tomar un café, pero ni por asomo se planteaba hacerlo con alguien que le entendía; una reunión entre una persona a la que nadie espera y una persona que espera a alguien que no va a venir solo puede terminar de forma trágica.

En ello iban sus pensamientos conforme se acercaba a la casa de sus padres. Ya estaba atardeciendo y las ventanas de la vieja casa arrojaban la misma calidez que en su niñez. Durante unos minutos que parecieron horas, contempló el jardín y la entrada de la casa.

Antes de tocar, no pudo evitar reír. Rio a carcajadas, mirando el jardín donde de pequeño había jugado tantas veces. En el centro, el decrépito limonero le contemplaba, como contemplan los árboles.

Su viaje terminaba aquí, el viaje vital del adulto, el círculo que se abrió cuando salió de su casa, siendo parte de ella, y que se cerraba cuando tocara a esa puerta, siendo un extraño.

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