El único viaje imposible

El único viaje imposible

No se trata de hablar de la muerte, sino de mi muerte.

Sea cual fuere la postura que adoptase, materialista o idealista, la extinción de mi individualidad o la transformación a otra vida, con o sin fe religiosa…mi posicionamiento ante mi muerte condicionará mi propia vida, ya sea hacia un nihilismo, hacia una trascendencia ideal o jugando entre ambos extremos y su escala de grises en función de mi pensar y mi sentir.

Son diversas las tensiones que podemos vislumbrar en nuestro pensar sobre la muerte, la de cada uno. Encuentro en el conmovedor ensayo de Unamuno, cargado de humanidad y sentimiento, la tensión entre la razón y el sentimiento , en una permanente lucha que proporciona abundante combustible al motor de la vida, al traer al primer plano nuestra posibilidad más propia, la que imposibilita toda posibilidad, ese ser para la muerte de Heidegger que convierte mi existencia en auténtica. Es más fácil encontrar combustible para el fuego, que fuego para el combustible.

Así Unamuno insiste casi con desespero por una trascendencia, aunque no una cualquiera, no sirviéndole el panteísmo de Spinoza, sino la inmortalidad de su identidad, íntegra. Heidegger se apropia de la muerte más como un totalizador de la existencia, no reduciéndola a un puro cesar, sino como un modo de ser que nos afecta desde el principio, siendo para ambos un acontecimiento de la vida, en tanto que afecta sensiblemente cómo vivirla; nuestra biografía, más allá de nuestra biología.

Sin embargo Epicuro “saca” a la muerte de la vida, negando que sea un acontecimiento de ella (lo cual no deja de ser una “postura biográfica”). El “proceso” de morir (la enfermedad) sí pertenece a la vida, pero el “acto” (la muerte) no, en tanto que interrumpe (siempre inoportunamente) nuestra biografía. Convengamos entonces en considerarla un “acontecimiento” (externo a la vida) que influye en el “proceso” (la vida misma).

Parece que la muerte como totalizador, como cierre de una existencia, podría no conformarnos y nos deja desamparados en nuestra búsqueda de sentido. Pero…¿por qué pensamos que la inmortalidad resolverá el problema del sentido de la vida?

¿Buscamos el sentido de la vida, o uno que nos encaje bien? ¿Anhelamos la inmortalidad, o una que nos parezca apetecible? Parece que el hombre muere por querer ser inmortal y de no ser así, sencillamente viviría.

Alfonso Cuarón nos aplica a Maslow en una buena y filosófica película, donde nos enfrenta a una preocupación unamuniana, más allá del individuo, …la humanidad toda (y su legado). En Children of Men la humanidad se enfrenta a sí misma. Esa tecnología que tanto nos ha servido degenera en una gran “mutación”: la infertilidad de la raza humana. En ese mirar cara a cara la extinción de la especie, donde el humano más joven supera ya la mayoría de edad, Cuarón nos descarna luchas de refugiados a los que se les arrebató su dignidad contra las “fuerzas del orden” en cruenta batalla y donde solo el llanto de un bebé es capaz de detenerla. El hombre, lobo para el hombre, calla sus armas y se arrodilla ante la “inmortalidad”. El bebé se salva rescatado en un barco llamado “tomorrow”.

Ante ciertas hipótesis ¿no se tornan pataletas burguesas nuestras “desesperaciones”? En otra excelente serie que desarrolla planteamientos filosóficos ante la revolución tecnológica que vivimos, Black Mirror, se nos plantea una falseada eternidad platónica, que separa cuerpo y mente (alma) en una especie de “matrix/nube/ informática” y donde podemos optar en nuestros últimos instantes de vida, a conectarnos en la virtual San Junípero, un escenario de recuerdos tematizado a la carta a vivir eternamente. Hay personajes que deciden no hacerlo, por “creer” y otros que sí, por “no creer”. Una eternidad que es un solo escenario de recuerdos, paradisíaco pero limitado y donde se van creando (degenerando) sub-escenarios desesperados, con mentes desesperadas intentando sentir algo.

Unamuno quiere una eternidad del “yo”, una biografía siempre motivada, porque de no ser así, podría ser aterrador.

¿Nos aterra tanto nuestra finitud como una eternidad que no se ajuste a nuestra individualidad?

Cuando algo nos trastoca la “identidad” que nosotros mismos nos hemos creado, relatado, narrado, volvemos a caer en nuestro “afán de protagonismo”. Si fuésemos células de un organismo superior (llámese Dios o Michael Jackson), esto podría darnos un “sentido”. Otra cosa es que nos guste. El hombre occidental lleva 2500 años narrándose “absolutos”, para luego pelear con ellos.

De cualquier manera, la cuestión irresoluble de plantearse la muerte, mi muerte, determina mi vida.

Blas de Otero es contundente en sus versos “dejad de seguir siendo bestias disfrazadas de ansias de Dios. Con ser hombres os basta”.

Vivir entre dos acontecimientos que no entendemos, nacer y morir, nos marca una cronología y un sentido a nuestro proyectar. Si fuésemos eternos, no nos serviría, nos veríamos excedidos, en definitiva no seríamos ya humanos, sino otra cosa.

El cuerpo como la cárcel del alma para Platón y justamente lo contrario para Foucault. Enfrentarnos a la angustia de la muerte para liberarnos y priorizar en lugar de huir de ella refugiándonos en la cotidianeidad, para Heidegger. La aporía irresoluble de Derrida que imposibilita experimentar nuestra posibilidad más propia, generándonos una sensación terrible: la inmortalidad (como un no entender). Una posibilidad en estado puro (imposible de posibilizarse) que a todos, como el sexo, nos iguala en la desnudez

La filosofía como antídoto, anestesia, como postergación también de nuestro miedo a morir.

La muerte como tema inabarcable, eterno, si se me permite la paradoja. Una posibilidad que hace que todo se nos vuelva imposible.

¿Es inevitable angustiarnos, o sería viable relacionarnos con lo posible desde otro lugar?

Para poder pensar en ello, desde mi carne y hueso y mis afectos ¿nos dará nuestra ciencia la posibilidad de comprar, al menos de momento, cien años más?

“…si no conoces todavía la vida, cómo puede ser posible conocer la muerte” Confucio

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