Al final siempre terminamos sentados cerca de la familia de las alemanas. Hoy hablan, cosa que no es común. La niña no para de hacerle preguntas a su madre y de mirar cada tanto hacia afuera. Definitivamente no habla muy fuerte, pero para su elegante madre sí es demasiado fuerte. La mayor, de unos quince años, estira el cuello hacia la ventana y comenta cosas a la madre en el volumen preciso para que las palabras no crucen la circunferencia de su mesa. La extremadamente sonriente y amable camarera polaca se ha detenido a mirar por la ventana con un termo de café en cada mano. No veo su cara pero estoy seguro al cien por cien de que está seria. Mi mujer está sentada delante mío. No me dirige la mirada. No me habla desde ayer. Ahora no recuerdo exactamente por qué, pero a la tarde ocurrió algo seguramente estúpido que nos hizo discutir, o bien hice algo que le molestó y ahora me es imposible recordar. Ahora mismo no sé cuánto va a durar este silencio. En la carretera los coches pasan como piedras de fuego. A mi hijo le causa gracia mi imitación de ese sonido, que es distinto según vengan de un lado o del otro de la carretera. A lo mejor el hecho de que estamos entre montañas potencia el ruido. Eso, y que el hotel está en una curva cerrada que se forma al final de dos curvas bastante abiertas donde los coches toman velocidad. A mí me recuerdan al sonido de las naves de combate de La guerra de las galaxias, cruzándose por delante y haciendo zum, zum! y que después se pierden dando tumbos y explotan a lo lejos. La gente va muy apurada. Será porque no se quieren perder el día de playa, ni se quieren quedar sin la pijada del olor a incienso y bronceador de la mesa chill out para despedir al Sol, ni el polvo de Tinder con el que se van a encontrar. Quieren hacerlo todo. Igual cuesta imaginarse que haya gente dentro de esos tubos alucinados que pasan. Tengo un hambre voraz. Digo que voy a buscar algo y me arrepiento en el acto de haberlo dicho, pero de todas maneras nadie de la mesa me ha prestado atención. Pareciera que la máquina de café fuera a perder la vida por el esfuerzo de hacerme un espresso. Pasa una ambulancia, sin sirena, silenciosa, despacio. Su luz gira lentamente, más como lo haría la luz de un faro. Del otro lado de la carrera tres o cuatro personas miran hacia la curva por donde se fue la ambulancia. Un hombre filma con su móvil. Cojo el café. Me tiembla la mano y no tengo idea de por qué. Acaba de entrar al hall el camarero que siempre levanta las mesas. Apenas se quita el casco el conserje y la camarera polaca se le acercan con preguntas. Coloco pan en la tostadora. Comeré dos panes con mucha manteca y dulce. Mientras espero le sumo al desayuno una magdalena y dos galletas Digestive. Clavo la mirada en los hierros ardientes de la tostadora. Si me concentro, si ni siquiera parpadeo, puedo sentir en mis ojos el calor de los hierros al rojo vivo. Me lloran los ojos. Me doy cuenta de que a mi lado la pequeña alemana me mira helada sin atreverse a poner sus panes en el fuego. Quito los míos de la tostadora con la punta de los dedos. De camino a mi mesa escucho claramente las palabras anoche, accidente, carbonizados, barranco y familia; y en cambio no estoy del todo seguro de escuchar las palabras gritos, nadie sabe nada, todos muertos y rodaron por el monte. Pero las doy por buenas. Cojo un yogur griego natural edulcorado. Ahora sólo necesito una cuchara pequeña. De pronto visualizo en mi mente una bolsita transparente en la guantera de mi coche. Me voy a sentar a la mesa. Mi mujer se ha puesto de pie y está mirando por la ventana. Mi hijo ha sido abducido por un video del Osito Gominola. La familia de alemanas también se han puesto de pie. De hecho ahora hay más gente mirando por la ventana que en las mesas. El café está un poco quemado, creo yo. Nueva imagen mental: mi mujer y mi hijo duermen en la cama iluminados por la luz de la luna. Yo los miro desde el sofá del balcón. Duermen profundamente, parecen ángeles; parecen perfectos. El café con leche vuelve a temblar en mi mano. Oh-my-god!, dice alguien. Mi mujer llama a mi hijo, tiene la necesidad de abrazarlo mientras no quita los ojos de la carretera. La camarera polaca se ha dejado de ocupar de sus obligaciones y está pegada a la ventana, como todos. Las cabezas giran lentamente de derecha a izquierda. Me pongo de pie para ver por encima. Me visualizo anoche, saliendo de la habitación y bajando al jardín. Llevo la llaves del coche en la mano. En el restaurante, ahora mismo, por encima de las cabezas se asoma una moto de la policía el frente de una grúa que carga un coche totalmente destruido y con el interior carbonizado. Tengo náuseas. En mi mente me veo cruzando el jardín, saliendo por la verja de hierro del hotel donde nadie me vio salir, esperando el momento apropiado para cruzar la carretera hacia el coche y cogiendo la bolsa de la guantera. Me veo fumando el porro. Me veo pensando, delirando, afiebrado. Me veo cruzando de vuelta, esta vez sin mirar, y una luz que se me viene encima, y un bocinazo en la cara, y el acero a un milímetro de mi cara y esa fuerza de gravedad me quiere llevar consigo, y me escupe, y se pierde en la curva y cae. Y desaparecemos en el vacío.

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