HISTORIAS DE VIAJES

HISTORIAS DE VIAJES

Santiago Trujillo

03/07/2017

Isidro visitaba la zapatería de Feliciano para oír sus historias, sobre todo las de países lejanos. Mientras cosía una suela, martillaba un tacón o sacaba brillo con un trapo a los zapatos, Feliciano tomaba aire, miraba hacia el pasado y comenzaba a contar: “La última vez que estuve en Turquía, ha de saber joven estuve en el bazar de las especias… usted jamás podrá imaginar el derroche de colores, olores y sabores de las especias más exóticas del mundo”… o le contaba lo que la madre del sultán había dicho a su hijo mientras salían derrotados de Granada -a su juicio la ciudad más bella del mundo-: “llora como niño lo que no pudiste conservar como hombre…”

El pegante que utilizaba para unir las suelas le producía a veces extraños estados de conciencia. Le parecía ver a su madre fallecida hacía largos años observándolo desde la silla mecedora que todavía conservaba. Otras veces veía a su padre comiendo fríjoles de un trasto de aluminio abollado mientras las balas surcaban el aire, o agonizando en el campo de guerra. Se quedaba suspendido observando sus fantasmas y después hablaba sobre la magnificencia de las pirámides de Egipto y cómo a pesar de sus años no había querido viajar por el desierto en automóvil “¿ir a Egipto y no montar en camello? ¡No están ni tibios!…; o sobre el instrumento musical más grande del mundo alimentado por las olas y el viento del mar en ese país balcánico que tenía en la punta de la lengua y que no atinaba recordar, y sobre un montón de lugares que había visto, un montón de personajes que había conocido y cientos de situaciones en las que se había visto involucrado.

El abuelo le había dicho a Isidro que lo conocía desde que era joven y que Feliciano nunca había salido más allá de su zapatería; que el padre de Feliciano -al que no conocía- nunca había estado en la guerra y que probablemente se trataba de fantasías de huérfano; sin embargo las historias de Feliciano no parecían cosa de su invención: por lo menos algunos datos de las historias sí eran ciertos según constataba Isidro en el colegio. En cuanto a los demás datos no se esmeraba mucho en consultarlos porque era más bien perezoso y porque su interés estaba en escuchar las historias contadas de boca de Feliciano y no de las aburridas láminas de los libros escolares en los que nunca podía sentir la emoción que experimentaba cuando Feliciano le hablaba sobre lo que se sentía percibir los dioses en las alturas de Machu Picchu, contemplar el cruce de los lagos en tal parte, tiritar con reverencia ante el Gigante Everest o sentirse aplastado por los pies grandes del Himalaya…

Al entierro de Feliciano no fueron muchas personas porque quizá más que por sabio era tomado por persona algo descabellada, pero mucho más como un simple zapatero. Sin embargo Isidro sí fue y se puso triste por la pérdida: ya no podría seguir visitando a su -nunca mejor dicho- viejo amigo en la zapatería y disfrutar de ese olor a rancio, a pegante y a cuero. Pero también se sintió feliz porque consideraba que el cielo de Feliciano sería mucho mejor o más rico o al menos más amplio en paisajes y en personajes exóticos que el de cualquiera de los del pueblo porque según había oído decir, el cielo es del tamaño de los sueños de cada cual.

Días después de la muerte de Feliciano algunos pocos familiares en compañía de Isidro encontraron, detrás de montañas y paredes de zapatos no reclamados y trevejos de todos los calibres y edad, las pruebas intactas de los viajes de Feliciano: libros, cientos de libros de historia, de geografía, de ciencias y de literatura llenos de pequeñas hojas separadoras, notas en los márgenes y hasta dibujos que Feliciano iba dejando como diarios de viaje.

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