Mi amigo L. introduce el dedo en la pequeña bolsa. Lo mueve sutilmente hacia los lados, raspando con delicadeza las paredes del polímero al que están adheridas moléculas microscópicas de 3,4-metilendioximetanfetamina bajo la simple apariencia de una pequeña bola de sal o azúcar, asimétrica, irregular, impura, prometedora, tan amarga que uno solo quiere beber cerveza para olvidarse del milagro que supone encontrar un diminuto iceberg en el bolsillo pequeño de un pantalón corto en medio del amarillo desierto de Las Negras. El dedo se cubre de nieve para perderse rápidamente dentro de mi boca. Trago. Respiro. Cierro los ojos. La bola llega al estómago. Y es que de pronto, ese viaje, aquella idea romántica, una promesa estival que tuvo lugar apenas dos días antes, cuando unos amigos deciden alejarse de todo y de todos con la simple intención de mirar directamente a los ojos del mar, ya no tiene ninguna importancia porque las líneas que definen la realidad se deshacen a la velocidad con la que las bebidas se calientan y el cocktail de serotonina, dopamina y norepinefrina se cuece a la velocidad impuesta por un montón de cuerpos que buscan desesperadamente una sombra.
Moléculas neurotransmisoras. Más cerveza. Pequeños retortijones. Gusto a mariposas en descomposición. ¿Miedo? ¿Y si me ocurre algo? Si viajar tiene mucho que ver con desvelar secretos, ¿como es posible que mi cuerpo, esa masa de músculos y electricidad, agua, esperma, vello aleatoriamente distribuido, mi casa, un ente tan cercano a mí que no ocupa más espacio que el que marca la camiseta de Sportivo y el ridículo bañador regalo de mi madre se vaya transformando en algo intangible, en una línea de un horizonte blanco, en un misterio?
El viaje comienza sin moverme de un pequeño rincón del bar con vistas a la playa donde veremos amanecer. Al parecer, los metabolitos del 3,4-metilendioximetanfetamina o MDMA comienzan a actuar al cabo de una hora y media: luces que titilan tenamfetamina, luciérnagas de 4-hidroxi-3-metoximetanfetamina, senderos de neón de 3,4-dihidroxianfetamina, gotas de rocío de metilenodioxifenil-2-propanona…me acompañan en ese momento. Y el brazo de L. que me cae sobre el hombro y esa voz rocosa que susurra desde de una boca ligeramente ladeada hacia el techo: «No te preocupes Javi, déjate llevar. A nadie le importa a dónde te diriges sino el hecho de que ahora estás vivo. Tú déjate llevar»
Y yo obedezco con la absoluta certeza de que todo lo que nos han contado sobre moverse, sobre ajustar la imaginación a la realidad, sobre el barco de Jacques Brel, las 20000 leguas de viaje submarino, sobre ese pequeño paso para el hombre y una gran paso para la humanidad, sobre el camino y la vida, los pájaros sin alas, una mujer en cada puerto, Willy Fog y su puta madre, todo eso es una gilipollez, una excusa para maquillar el hecho innegable de que tenemos miedo de vivir, de salir de casa, de que nos da pavor que nuestro avión se estrelle contra las torres más altas de la ciudad y que graven las siglas RIP junto a las del AVE de Santiago o yo qué sé. Viajamos porque no queremos aceptar que nuestra vida no cuenta para nadie más que para alguien como L. y alguno más, esos que siempre te acompañan aunque ya no tengas nada más que ofrecer y solamente con ellos puedes disfrutar de un viaje que no implica movimiento exterior, ni andenes ni terminales, ni montañas con la forma del pliegue de un vestido de seda o ciudades que duermen mientras tu lees un libro señalado por la luz de una bombilla que nunca alumbra lo suficiente.
Y también lloro porque mi presión arterial aumenta progresivamente y excreto metabolitos en forma de sulfatos y glucurónidos y meo sobre la tapa del wáter del bar, incluso cago con la puerta abierta porque eso me hace sentirme bien y me limpio el culo con papel en el que escribo canciones sobre la vida y la muerte, sobre el amor y el odio y después miro lo que queda de mí en el espejo y compruebo que es cierto, que la midriasis invade mis pupilas y sin embargo todo es más sencillo, claro, un destello mortal y desértico con olor a baño: la certidumbre de que no hay sendero sin pies, que no hay huellas sin sendero, vida sin amigos, aventuras sin vuelta y de que nos equivocamos al querer encontrar palabras para experiencias así y mucho más aún al celebrar concursos con límites de 1000 palabras. Y ahí fuera cae la noche y yo me follo a una gitana en un molino mientras una muchedumbre enfervorecida corea algo que no llego a comprender porque yo no estoy ahí, pero si.
¿Se puede resumir la vida en una frase?Yo lo hice varias veces el día en que descarrilé en Las Negras. La noche ardía…igual que hacen todos los viajes.
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