Con la mirada perdida en un punto fijo en la pared, viajaba, estaba a años luz de su cama. Sentía el suave resoplo de la conciencia tratando de detenerla, de persuadir su gana, de ocultarle la verdad, de anclarla entre sus sábanas, sin más propósito que evitar lo desconocido, lo ignoto; se palpaba el miedo de sus pensamientos ausentes… perdiendo brillo y forma, como su agotado cuerpo que comenzaba a envejecer.

Hubiera jurado, extraviada en ninguna parte, que era antigua, ancestral, que existía desde siempre. Sus inmensos ojos acunados de cansancio y desasosiego, estaban en otra parte, enamorados sin remedio del trayecto que recorría, quieta, muy quieta; como si fuera etérea, incorpórea, infinita. Solo la débil respiración le recordaba su mortalidad. Sentía amor por su propio cuerpo, un amor odio, pues deseaba para él lo imposible, y repudiaba lo posible; deseaba eternizarlo, como su morada atemporal, su castillo, su imperio, su roca firme, piedra filosofal contenedora de toda su energía…

Deseaba permanecer férrea sin ninguna necesidad mas que la de contemplar todos los oscuros secretos del universo. Pero aún así inhalaba el aire tan vital, un acto involuntario de lo que para entonces ya consideraba otra tierra.

Viajaba, la acompañaban retratos de su vida, frescas imágenes amadas, momentos, lugares, rostros anhelados, adoradas simientes de su existencia. Pero estaba en otra galaxia, en un mundo interno donde lo real resultaba una burda fábula sujeta a condiciones, a coacciones, a normas anormales, a cárceles de espacios y tiempos, a dominios y sumisiones. Se dio cuenta entonces, con la vista anclada en un punto fijo en la pared, que todas las respuestas de la humanidad, se hallaban contenidas en templos de carne y hueso. A veces conscientes y otras inconscientes, escondidas de no se sabe quien, pero retenidas y reservadas en cuerpos mortales, efímeros, transfiriéndose de generación en generación, a la espera de despertar un día cualquiera, de un milenio cualquiera, frente a una pared tan cualquiera como el momento en sí del propio despertar.

Solo entonces volvió a sentir la calidez de las sabanas abrazando el dulce contenedor, llevaba eones viajando; deseó entonces disfrutar de la magnífica sensación de saberse especial, y perteneciente a un propósito mayor. Regresó a su cama, sin haberse movido, y sonrió complacida, desde luego no vivía en el mundo que siempre creyó vivir. Dulce despertar a la vida.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS