1.

Un instante, el de introducir el propio cuerpo en otro blanco y enorme de varias toneladas. Una penetración al revés. En ese instante se vislumbra lo que supondrá en un breve lapso de tiempo el acto del desplazamiento. El movimiento previamente calculado de una masa que aglutina a decenas de cuerpos volando como prensados constituye literalmente un acto puro. Entonces los cuerpos actúan igual que la pureza del metal al contacto con el aire. Su roce es punzante, sereno y llega a sentirse como si se raspase con una inmensa superficie repleta de antanaclasis.

Los cuerpos se mueven, salen, entran, se cansan, desconsolados, se ensimisman. Algo dentro o fuera de ellos los llama. El cambio de un estado a otro de la materia es la matriz de un cambio más fundamental. Al viajar, los cuerpos se someten a una metamorfosis que los hace saltar de un lugar a otro. Parecen destinados a desplazarse a brincos. El cambio imprime en ellos una aceleración progresiva. Poco a poco van innovando, estableciendo futuros y adquiriendo velocidad. Al final del ansioso trayecto, lo único que queda de los cuerpos son sus siluetas, que aparecen mojadas de las gotas de lluvia de las ventanillas de los asientos laterales. Pero, al mismo tiempo, sus siluetas aparecen secas, iluminadas por otra luz y desde otro ángulo. El desplazamiento parece haber transformado los reflejos que las siluetas generaban, como si éstos tuviesen la potestad de cambiar de apariencia. Todos los pasajeros descienden del avión. Lo dejan solo, iluminado, vacío.

2.

Viajar es un acto de apasionado aislamiento. El viaje somete a los pasajeros a una presión singular: casi forzadamente, porque una vez allí, no pueden decidir gran cosa, se les insta a cambiar de lugar, viajando hacia el futuro. No obstante, ellos ejercen eso que llaman su voluntad, diciendo sí a lo nuevo o a lo viejo de aquel lugar lejano mientras que niegan el sitio en el que están. Así se inicia su arriesgada apuesta por la trascendencia. Además, dicha apuesta es repetitiva. Es la inmovilidad del viaje lo que se repite, ese espesor de brío y muerte. ¿Por qué iría nadie a buscar lo que quiera que busque a otro lugar completamente ausente? ¿Qué pasión puede encontrar nadie en dejarse llevar hacia otro lugar cualquiera por no se sabe qué motivo? Nadie, ése podría ser cualquiera.

La naturaleza del viaje desde la cabina hasta la hélice, desde la hélice hasta la cola, es incongruente; además de decir sí y no a la vez, se busca un lugar ausente. Esto hace que el viajante esté siempre en el sitio equivocado. Viajar es que uno se equivoca mientras trata de ubicarse. Ambos términos suenan parecido, aunque hay algo más: dicha sonoridad acepta la equivocación hasta afirmarla sobrepasando sus límites, aceptando sus consecuencias. El que se equivoca será el punto de partida: el equivocado.

3.

Equivocado está quien juega a los equívocos mediante sus salidas y entradas, mediante sus juegos epilépticos donde la atrofia y la hipertrofia campan a sus anchas. Equivocado como el viajante, que se siente solo y perdido. Sin embargo, lo sentiría más si no huyese, si no experimentase el más vivo horror ante la posibilidad de quedarse un segundo más donde está justo ahora. Estar equivale para el equivocado a equivocarse, como si quisiera salir del instante, o lo que es lo mismo, equivale a no querer o no saber estar. El viajante juega al equívoco entre querer y saber, actuando como un ser puro. El viajante tiene alas; aunque necesite el avión para viajar, se viste como un ángel, pero su ruina lo delata.

El equívoco pone en juego la pureza del acto del desplazamiento. El cuerpo se renueva al contacto con el movimiento, se desplaza en el espacio y el tiempo al igual que el sentido del equívoco varía hasta deshacer el soporte que lo recubre. Así, el equívoco, otra vez desnudo, puede jugar a ser él mismo. El ángel se deshace de sus alas, se quita su máscara, ya no es ángel ni ninguna otra cosa. Ni siquiera éter, ni vacío. Se ha encarnado. Sólo brinca de pasión.

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