Y así fue como conocí a María, en esta última y lisonjera ciudad a la que me amarré pasados más de mil viajes. Suave y destilando besos bajo un calor estanco cerca del mar, rezando ahuyentada de las catedrales, colorida y reflejada en las paredes de las casas. Así fue como conocí a María, como si siempre me hubiese estado esperando junto a los barcos y velas viejas, junto a la agobiada lonja.

María me llevaba a cuestas, como si todo yo no fuera más que un lienzo acariciando las paredes y las calles al pasar cogido de su mano, vapor que se expande al caer la noche, sudor permanente en las piernas. María me presentó las más calidas esquinas, las más bulliciosas calles y las más escurridizas carnes. Ella, muda y profunda como el núcleo al nombrar su ciudad o al mirarla desde las más altas peñas, acariciaba mis sueños en su leve apeadero del tiempo.

Su nada era entonces mi casa, mis manjares, mis bebidas somnolientas y mis camas inmóviles en la arena indecisa de su playa. María no me quería, y yo, a mi manera, tampoco: quizá por eso pudimos ver secarse tanta ropa en los agradecidos patios de las casas que habitamos todos los años de aquel entonces. María no me quería, ella sólo podía querer a su ahuecada ciudad y a su bahía. A su Bahía.

Y así fue como conocí Bahía, con esta última y lisonjera mujer a la que me amarré pasados más de mil viajes. Antigua y lejana bajo un calor estanco cerca del mar, altiva en sus catedrales, colorida y extraña. Así fue como conocí Bahía, como si siempre me hubieran estado esperando sus barcos y velas viejas y su agobiada lonja.

Su todo fue entonces mi casa, mis manjares, mis bebidas somnolientas y mis camas inmóviles en las arenas indecisas de sus playas. Bahía no podía quererme, y yo, a mi manera, tampoco: quizá por eso amé a María. La amé como se ama sólo a los quince años, como el seductor sopor de las tardes de verano, como la lluvia. La amé de lejos, desde la ciudad.

Mil veces la toqué desoyendo las calles o paseé deseando tocarla. I mil veces la perdí y la volví a encontrar, como si nunca se hubiera ido y siempre me hubiera estado esperando junto a los barcos y velas viejas. Junto a la agobiada lonja.

Y así, con un calor que enmudecía todos mis centros, Bahía me llevaba a cuestas, y en sus calles me convertí en vapor que se expande al caer la noche, en sudor permanente en las piernas y en la más escurridiza carne.

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