«Visita Interiora Terrae, Rectificando Invenies Occultum lapidem»
En el interiror de la tierra el viento sopla helado. Se oyen los viejos latidos cálidos de la vida como un recuerdo vago de tiempos y lugares distintos, de lugares en los que crecen las plantas y los animales ruedan jugueteando. Precisamente, es sólamente ese recuerdo, como música leve y hermosa lo que habita distinto en el corazón del caminante negro. Es la razón y fuerza orgullosa de sus acciones y la penuria de sus arrebatos. A veces, con toda la crueldad, propia de los pocos peregrinos del centro de la tierra, él explota en furia y rompe los recuerdos que le quedan. Destruye a sus amantes y a todas las piedrecillas de colores que amanecen en sus manos. Otras, destruye poco a poco sus propias manos y sigue con eso toda la noche, sin sentir el dolor ni la angustia.
No es extraño que su alma se funda en blanco absoluto pero, algunas veces, una pequeña flor dorada se asoma piadosa desde las profundidades del mar perla. Extiende sus pétalos como si no le importaran las quemaduras del caminante negro y atrae a la Luna hacia él. La verguenza lo destroza, pero no lo dice, quiere que la Luna se quede. Ella lo ama, ama a todos los hombres, le recuerdan al Sol. Así que también los odia un poco… Pero le abre una puerta diminuta por la que el caminante negro asoma el ojo y cada treinta y dos estaciones él puede ver a Perséfone. Su corazón late, no es más el corazon de polvo y ramas muertas que tenía, lo absorbe el canto de las musas del bosque. Se trata de poner firme porque conoce el golpetazo final de la aventura pero dice «Al diablo. Esta es mi piedrecilla favorita» y la llama. – Hey!… – Se ha olvidado como tratarla. Sus palabras se han solidificado y un monstruo empieza a rondar la puerta, lo observa y le dice -Oye, pobre alma que vaga, tú nunca alcanzarás a tu amada.- El caminante lo mira, contempla la fealdad de sus cinco ojos rojos y se planta firme en su frenesí. No hay criatura más preciosa que Perséfone, no hay sensación mas disonante en el alma opaca del caminante que verla saltar entre los lienzos y las luces. El viejo buho Zorohas una vez le dijo algo que ahora escucha en su cabeza: – Vas a verla por la ventana muchas veces y vas a creer que está ahí, a tu alcance, que puedes correr y abrazarla. Eso es mentira hijo mío, ella es inalcanzable como los recuerdos. Ahora debes viajar al interior de la tierra y rectificar lo que está torcido, sólo los traviesos hilos del universo podrán decir si tu premio tiene el cabello largo o la sabiduría de un árbol muerto-. Sabe el caminante que su misión es más importante que nada… Esa convicción alimenta sus actos y afila sus armas y astas. -Perséfone! preciosa fruta del cielo!… Recibe esto porfavor.- Le dice, y arranca la flor dorada de sí, se la pone en el pelo para que ella le sonría unos segundos y luego se aleja de la puerta. No hay más una flor en su interior, su corazón se ha detenido de nuevo. Ahora es más que nunca un caminante negro y su ruta es hacia el interior de la tierra donde hay que ser un poco más monstruo que hombre hasta que se pueda salir.
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